CERREMOS FILAS COMO UN EJÉRCITO EN ORDEN DE BATALLA, UNA BATALLA DE PAZ Y ALEGRÍA.








OREMUS PRO BEATISIMO PAPA FRANCISCUS.

OREMUS PRO BEATISIMO PAPA FRANCISCUS DOMINUS CONSERVET EUM, ET VIVÍFICET EUM, ET BEATUM FACIAT EUM IN TERRA, ET NON TRADAT EUM IN ANIMAM INIMICORUM EIUS. (Enchiridion Indulgentiarum) "Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le pestan sus colaboradores más inmediatos... porque es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si onsideramos en la presencia de Dios, si advetimos -no es dificil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.- la resistencia conque le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo" (Francisco Fernández Carbajal: Hablar con Dios, Tomo III, Ediciones Palabra, Madrid 1988, p. 380)
PAPA EMÉRITO BENEDICTUS XVI Joseph Ratzinger 19.IV.2005 - 28.II.2013

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Historiador. Profesor Titular de Historia de la Cultura y del Derecho en el Seminario de Historia del Derecho del Doctorado en Ciencias Jurídicas y en la Carrera de Abogacía en la Pontificia Universidad Católica Argentina y Profesor Titular de Historia Constitucional Argentina en la UCALP:

sábado, 28 de febrero de 2009

Objetivo, el Papa Artículo de Archivo.



Autor: Serafín Fanjul (Lugo, 1945) es un arabista español. Doctorado en Filosofía y Letras Árabes y Semitas por la Universidad Complutense de Madrid, publicado por el Diario ABC de Madid, España,19.IX.2006

LAPUBLICACIÖN DE ESTE ARTÏCULO OBEDECE A QUE LA CAMPAÑA CONTRA S.S: BENEDICTO XVI COMENZO DESDE EL MISMO MOMENTO EN QUE SE LO ELIGIÓ PARA DIRIGIR LOS DESTINOS DE LA SANTA IGLESIA CATOLICA APOSTOLICA ROMANA. NO NOS GUSTA LA PALABREA "CONSPIRACION" PERO EL DOMINGO 15 DE FEBRERO DENUNCIABAMOS LA SISTEMATICA CAMPAÑA SEGUIDA EN EL DIARIO LA NACION. Y ALLI DECIAMOS QUE CONSIDERABAMOS ESOS ATAQUES COMO UN DEPORTE NACIONAL: LAMENTABLEMENTE ES INTERNACIONAL.

Se equivocan de nuevo. Si la Iglesia católica por boca de sus jerarquías más significativas recula y ofrece a los musulmanes excusas, o aclaraciones, por una ofensa que no ha cometido, yerra gravemente. Desconciertan a la parroquia y favorecen futuros e inmediatos chantajes. Si tal hacen en procura del mal menor, para proteger a los fieles cristianos en los países islámicos (ya han asesinado a una monja en Somalia), están reconociendo de manera implícita que esas comunidades viven sometidas a situaciones que oscilan entre la intolerancia más cruda y la persecución desembozada y feroz. Es la propia Iglesia la mejor conocedora de todas estas calamidades y quizá por ello juega la carta del apaciguamiento, retrasando -igual que la mayoría de los tibios gobiernos occidentales- no ya la adopción de medidas concretas y eficaces para defender a nuestras sociedades, sino la mera comprensión de lo que sucede.

Por si alguien lo duda, unos barbudos paquistaníes (foto de portada de ABC, 16/9/06) nos refrescan la memoria esgrimiendo pancartas insultantes y amenazadoras. Como da la circunstancia de que las amenazas se lanzan en un país en que las matanzas de cristianos son endémicas, el asunto no es para tomarlo a broma y se comprende la preocupación de la Santa Sede por evitar otra oleada de Alianza de Civilizaciones semejante a la de enero, con su secuela de gobiernos europeos maestros en collonería, sus multinacionales francesas aclarando que sus productos nada tienen que ver con Dinamarca y nuestro Rodríguez poniéndose del otro lado, como siempre.

Por desgracia, en este asunto está todo dicho y ya sólo queda actuar, por ejemplo no desamparando a Ayan Hirsi Ali en Holanda, solidarizándose con los cristianos de Oriente Medio con algo más que palabras o apoyando el derecho a la libertad de expresión en Dinamarca o en Roma, un concepto ininteligible para la mayoría de musulmanes, habituados de toda la vida a que información y opinión bajen del cielo, o sea, de dictaduras militares, medievales dinastías despóticas o regímenes teocráticos. A elegir. Mostrando y demostrando a esas masas fanatizadas que con amenazas no van a quebrantar la solidez de nuestros Estados, de nuestras convicciones democráticas y de la confianza en la Historia de que venimos. Seriedad y firmeza, de momento, porque otra cosa es pura redundancia: recordar el rosario interminable de atentados, asesinatos, encarcelamientos, presiones que padecen los cristianos desde Marruecos a Indonesia ya es perder el tiempo. Como lo es entretenerse sacando citas coránicas -a estas alturas- por parte de eruditos postizos o verdaderos, para dilucidar si el texto ofrece más o menos muestras de tolerancia o intolerancia. Y aprovecho la ocasión para recordar -porque hay gentes que no lo saben- que la mejor versión en español es la de Julio Cortés, sin prejuicios propagandísticos ni el prodigioso aval de Arabia Saudí, quintaesencia de objetividades. Lo que importa en este momento histórico es el uso que de él se ha hecho y se sigue haciendo. Aunque Yihad y cuanto detrás viene significa antes que nada «acción violenta contra infieles o musulmanes apóstatas». Y ya está bueno de exégesis científicas para marear la perdiz. Nos interesan los actos y sus consecuencias no las elucubraciones de los multicultis, fabricadas con plantilla, explicándonos que no es lo mismo el extremista que el islam moderado: ¿dónde está el islam moderado? Yo no lo veo, con excepción de alguna publicación o algún simposio requeteminoritario, naturalmente en Europa, en que una marroquí o una tunecina se atreve a decir en público que el derecho de familia islámico es un abuso contra la mujer y no es poco por su parte.

No necesitamos chuscas exégesis coránicas de cuatro líneas (los autores son incapaces de añadir una quinta) en que se distingue entre la literalidad del texto (¿por qué la literalidad va a ser siempre negativa?) y las benéficas interpretaciones en que, al parecer, navega la inmensa mayoría de los musulmanes. Sorprendente Mediterráneo. La literatura árabe de todas las épocas -y digo de todas- está plagada de amenazas, condenas, burlas, improperios y maldiciones contra los cristianos y el cristianismo. Y contra los judíos. Desde la literatura oral (proverbios, cuentos populares, cancioncillas infantiles) hasta las crónicas históricas, la poesía o las obras misceláneas; y no digamos los escritos de temática religiosa. Pero ni siquiera eso es de primordial importancia, lo que de veras nos concierne son los actos y sus resultados y ahí sí que no podemos titubear.

Es sencillamente increíble que teólogos y jurisconsultos musulmanes no sepan distinguir una cita de un conjunto argumental o de la opinión en el discurso de un conferenciante (en este caso Manuel Paleólogo y el Papa Benedicto XVI), cuando la cultura islámica, desde la Alta Edad Media, se basa en la repetición de la repetición de la repetición -o su glosa- de dichos en cadena (el famoso isnad) atribuidos a fuentes más o menos creíbles. Por tanto, este guirigay -como el de las caricaturas de enero- es por completo artificial, un mero pretexto para arrinconarnos un poco más, paralizando de consuno nuestra capacidad de reacción ante el asalto que sufrimos. Que los multicultis hispanos, revestidos de pontifical, de buenismo, actúen de comparsas de los vociferantes bárbaros entra en lo esperable y no sorprende que se alineen con las mayores muestras de represión y fanatismo: a saber por qué lo hacen en realidad. Y va de fotos: ver ABC, 17/9/06, pág. 27, en que unas mujeres -suponemos- disfrazadas de Fantomas esgrimen pancartas en inglés (¿las habrán escrito ellas? ¿sabran lo que ahí reza?) donde se alude a la salud mental del Papa y se llama al despertar de la umma islámica. La imagen es tan grotesca -¿dónde están las feministas progres?- que provocaría la carcajada de no estar implicada la vida de tanta gente. Tan grotesca como ver al sultán de Marruecos pidiendo cuentas al Papa.

Desde que Juan de Segovia, en pleno siglo XV, propusiera una vía de acercamiento pacífico al islam («De Mittendo Gladio Divini Spiritus Incorda Sarracenorum») han transcurrido demasiados años sin resultado alguno. En los últimos tiempos la Iglesia católica ha prodigado los gestos amistosos, cuando no directrices de actuación que rebasan con mucho el respeto, por ejemplo renunciando al proselitismo en el norte de África. La pregunta inmediata es: ¿por qué los musulmanes pueden hacer prosélitos en nuestros países y la viceversa es impensable? ¿por qué la mera mención de esta circunstancia se considera islamofobia? Juan Pablo II, en un gesto a nuestro juicio innecesario y excesivo, pidió perdón a los musulmanes por las Cruzadas, como si las hubiera dirigido él y contra los moros actuales. Correlativamente me pregunto cuándo van a pedir perdón ellos por la irrupción en Egipto y el Imperio Bizantino del siglo VII, o a nosotros, españoles, por la invasión del VIII, por la piratería contra nuestras costas hasta principios del XIX, por el daño infligido a los cautivos en Rabat, Salé, Argel, en esa divertida situación -la de los presos- que a Juan Goytisolo parece una gozada multiculturalista.

Quienes estamos convencidos de que la pertenencia al género humano es un valor superior a creer en ningún libro o profeta y consideramos el derecho a la libertad y a la igualdad básica de todos los hombres un principio irrenunciable, intentaremos la coexistencia pacífica con todas las confesiones, pero no podemos cerrar los ojos ante el mayor conflicto de nuestro tiempo: hay demasiados musulmanes obstinados en demostrarnos que el verdadero problema no es el islamismo sino el islam, independientemente de lo que nosotros pensemos. Y si existen mulsumanes moderados, que aparezcan y paren esta escalada de irracionalidad. Por el bien de todos.





































SÀBADO DESPUES DE CENIZA Meditación diaria de Hablar con Dios



SALVAR LO PERDIDO

— Jesús viene como Médico para sanar a toda la humanidad, pues todos estamos enfermos. Humildad para ser curados.

— Cristo remedia nuestros males. Eficacia del sacramento de la Penitencia.

— Esperanza en el Señor cuando sentimos las propias flaquezas. No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos. Esperanza en el apostolado.

I. El Evangelio de la Misa1 nos narra la vocación de Mateo: su llamada por el Señor y la pronta respuesta del recaudador de tributos. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.

El nuevo apóstol quiso mostrar su agradecimiento a Jesús con un convite que San Lucas califica de grande. Estaban sentados a la mesa gran número de recaudadores y otros. Allí estaban todos sus amigos.

Los fariseos se escandalizaron. Les preguntaban a los discípulos: ¿cómo es que coméis y bebéis con publicanos y con pecadores? Los publicanos eran considerados como pecadores, por los beneficios desorbitados que podían obtener en su profesión y por las relaciones que mantenían con los gentiles.

Jesús replicó a los fariseos con estas consoladoras palabras: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan2.

Jesús viene a ofrecer su reino a todos los hombres, su misión es universal. «El diálogo de salvación no quedó condicionado por los méritos de aquellos a quienes se dirigía, se abrió para todos los hombres sin discriminación alguna...»3.

Jesús viene para todos, pues todos andamos enfermos y somos pecadores, nadie es bueno, sino uno, Dios4. Todos debemos acudir a la misericordia y al perdón de Dios para tener vida5 y alcanzar la salvación. La humanidad no está dividida en dos bloques: quienes ya están justificados por sus fuerzas, y los pecadores. Todos necesitamos, cada día, del Señor. Quienes piensan que no tienen necesidad de Dios no alcanzan la salud, siguen en su muerte o en su enfermedad.

Las palabras del Señor que se nos presenta como Médico nos mueven a pedir perdón con humildad y confianza por nuestros pecados y también por los de aquellas personas que parecen querer seguir viviendo alejados de Dios. Le decimos hoy, con Santa Teresa: «¡Oh qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar a los pecadores. Éstos, Señor son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros, resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra»6. Si acudimos así a Jesús, con humildad, siempre tendrá misericordia de nosotros y de aquellos a quienes procuramos acercar a Él.

II. En el Antiguo Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir para cuidar con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y enfermas7. Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los pecadores, a dar su vida como rescate por muchos8. Fue Él, según se había profetizado, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido curados9.

Cristo es el remedio de nuestros males: todos andamos un poco enfermos y por eso tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma»10. Debemos ir a Él como el enfermo va al médico, diciendo la verdad de lo que pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza, siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor. Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino»11.

Unas veces, el Señor actuará directamente en nuestra alma: Quiero, sé limpio12, sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones, y siempre que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los sacerdotes13, al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra siempre la medicina oportuna.

«Reflexionando sobre la función de este sacramento –dice el Papa Juan Pablo II–, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio..., un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como Médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis. “Yo quiero curar, no acusar” –decía San Agustín refiriéndose a la práctica pastoral penitencial–, y, gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia del pecado no degenera en desesperación»14. Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.

Contamos siempre con el aliento y la ayuda del Señor para volver y recomenzar. Él es quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»15. No solo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se levanta. Lo malo no es tener defectos –porque defectos tenemos todos–, sino pactar con ellos, no luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a luchar.

III. Si alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras palabras de Jesús: Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Todo tiene remedio. Él está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente en esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las miserias. Basta ser sincero de verdad.

No lo olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro apostolado personal nos pareciera que alguien tiene una enfermedad del alma sin aparente solución. Sí la hay, siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más oración y mortificación, más comprensión y cariño.

«Se curarán todas tus enfermedades –dice San Agustín–. “Pero es que son muchas”, dirás. Más poderoso es el Médico. Para el Todopoderoso no hay enfermedad insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus manos»16.

Debemos llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas que le rodeaban. Como acudían los ciegos, los cojos, los paralíticos..., que deseaban ardientemente su curación. Solo aquel que se sabe y se siente manchado experimenta la necesidad profunda de quedar limpio; solamente quien es consciente de sus heridas y de sus llagas experimenta la urgencia de ser curado. Hemos de sentir la inquietud por curar aquellos puntos que nuestro examen de conciencia general o particular nos enseña que deben ser sanados.

Mateo dejó aquel día su antigua vida para recomenzar otra nueva junto a Cristo. Hoy podemos hacer nuestra esta oración de San Ambrosio: «También yo como él quiero dejar mi antigua vida y no seguir a otro más que a ti, Señor, que curas mis heridas. ¿Quién podrá separarme del amor a Dios que se manifiesta en ti?... Estoy atado a la fe, clavado en ella; estoy atado por los santos vínculos del amor. Todos tus mandamientos serán como un cauterio que tendré siempre adherido a mi cuerpo...; la medicina escuece, pero aleja la infección de la llaga. Corta, pues, Señor Jesús, la podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes unido con los vínculos del amor, corta cuanto esté infecto. Ven pronto a sajar las pasiones escondidas, secretas y múltiples; saja la herida, no sea que la enfermedad se propague a todo el cuerpo.

»He hallado un médico que habita en el Cielo, pero que distribuye sus medicinas en la tierra. Solo Él puede curar mis heridas, porque no las padece; solo Él puede quitar del corazón la pena y del alma el temor, porque conoce las cosas más íntimas»17.

Muchos de los amigos de Mateo que estuvieron con Jesús en aquel banquete se sentirían acogidos y comprendidos por el trato amable del Señor. Tendría con ellos, sin duda, singulares muestras de amistad. Más tarde, se convertirían a Él de todo corazón y aceptarían plenamente su doctrina, que les obligaba a cambiar de vida en muchos puntos. Formarían parte de la primitiva comunidad de cristianos en Palestina. Los amigos de Mateo encontraron al Maestro en un banquete. Jesús aprovechó siempre cualquier circunstancia para llevar a las gentes a la salvación. También en esto debemos imitarle en nuestro apostolado personal.

1 Lc 5, 27-32. — 2 Lc 5, 31-32. — 3 Pablo VI, Enc. Ecclesiam suam, 6-VIII-1964. — 4 Mc 10, 18. — 5 Cfr. Jn 10, 28. — 6 Santa Teresa, Exclamaciones, 8. — 7 Cfr. Is 61, 1 ss; Ez 34, 16 ss. — 8 Cfr. Lc 19, 10. — 9 Is 83, 4 ss. — 10 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. — 11 Ibídem. — 12 Mt 8, 3. — 13 Lc 17, 14. — 14 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-XII-1984, 31, II. — 15 San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 4, 4. — 16 San Agustín, Comentario al Salmo 102. — 17 San Ambrosio, Comentario al Evangelio según San Lucas, 5, 27.



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jueves, 26 de febrero de 2009






































Cuaresma. Viernes después de Ceniza

Cuaresma. Viernes después de Ceniza



TIEMPO DE PENITENCIA

— El ayuno y otras muestras de penitencia en la predicación de Jesús y en la vida de la Iglesia.

— Contemplar la Humanidad Santísima del Señor en el Vía Crucis. Afán redentor.

— La fuente de las mortificaciones pequeñas que nos pide el Señor está en la tarea cotidiana. Ejemplos. Las mortificaciones pasivas. Importancia del espíritu de penitencia en la mortificación de la imaginación, de la inteligencia y de los recuerdos.

I. Narra el Evangelio de la Misa1 que los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a Jesús: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?

El ayuno era, entonces y siempre, una muestra más del espíritu de penitencia que Dios pide al hombre. «En el Antiguo Testamento se descubre, cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y el abandono en Dios»2. Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios3: el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y de abandono totales. En la Sagrada Escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil4, para implorar el perdón de una culpa5, obtener el cese de una calamidad6, conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión7, prepararse al encuentro con Dios8, etc.

Juan el Bautista, conocedor de los frutos del ayuno, enseñó a sus discípulos la importancia y la necesidad de esta práctica de penitencia. En esto coincidía con los fariseos piadosos y amantes de la Ley, a quienes les sorprende que Jesús no lo haya inculcado a los Apóstoles. Pero el Señor sale en defensa de los suyos: ¿Acaso los amigos del esposo pueden andar afligidos mientras el esposo está con ellos?9. El esposo, según los Profetas, es el mismo Dios que manifiesta su amor a los hombres10.

Cristo declara aquí, una vez más, su divinidad y llama a sus discípulos los amigos del esposo, sus amigos. Están con Él y no necesitan ayunar. Sin embargo, cuando les sea arrebatado el esposo, entonces ayunarán. Cuando Jesús no esté visiblemente presente, será necesaria la mortificación para verle con los ojos del alma.

Todo el sentido penitencial del Antiguo Testamento «no era más que sombra de lo que había de venir. La penitencia –exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina– adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas»11.

La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones del culto acompañadas de ayuno12. San Pablo, durante su desbordante labor apostólica, no se contenta con padecer hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos13. Y siempre la Iglesia ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, determinando en cada época los días en que los fieles deben ayunar y recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección espiritual.

Pero el ayuno es solo una de las formas de penitencia. Existen otras formas de mortificación corporal que hemos de practicar, que nos facilitan la conversión y la unión con Dios. Podemos preguntarnos hoy cómo vivimos el sentido penitencial en toda nuestra vida, y de modo singular en este tiempo litúrgico de Cuaresma en que nos encontramos.

II. Haced penitencia, dice Jesús al comienzo de su vida pública, como había predicado ya el Bautista, y como luego hicieron los Apóstoles en el comienzo de la Iglesia. Tenemos necesidad de ella para nuestra vida de cristianos, y para reparar por tantos pecados propios y ajenos. Sin un verdadero espíritu de penitencia y de conversión sería imposible el trato con Jesucristo, y nos dominaría el pecado. No debemos rehuirla por miedo, por considerarla inútil, por falta de sentido sobrenatural. «¿Tienes miedo a la penitencia?... A la penitencia, que te ayudará a obtener la vida eterna. —En cambio, por conservar esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil torturas de una cruenta operación quirúrgica?»14. Rehuir la penitencia significaría también rehuir la santidad y quizá, por sus consecuencias, la misma salvación.

Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con Él. La Cuaresma nos prepara a contemplar los acontecimientos de la Pasión y Muerte de Jesús. Sobre todo, los viernes de Cuaresma, que tienen un recuerdo especial del Viernes Santo en que Cristo consumó la Redención, podemos meditar los acontecimientos de aquel día, que han quedado recogidos en la tradicional devoción del Vía Crucis. Por eso aconseja San Josemaría Escrivá: «El Vía Crucis. —¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. —Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana»15.

Con esta devoción contemplaremos la Humanidad Santísima de Cristo, que se nos revela sufriendo como hombre en su carne sin perder la majestad de Dios. Acompañando a Jesús por la Vía Dolorosa, podremos revivir aquellos momentos centrales de la Redención del mundo y contemplar a Jesús condenado a muerte que carga con la Cruz (2ª estación) y emprende un camino que también nosotros debemos seguir. Cada vez que Jesús cae al suelo por el peso del madero, hemos de espantarnos, porque son nuestros pecados –los pecados de todos los hombres– los que agobian a Dios; y los deseos de conversión acudirán a nuestro corazón: «La Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor (...). El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados (...). Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre»16.

La contemplación de esos sufrimientos de Jesús, y las mortificaciones voluntarias que hagamos deseando unirnos al afán redentor de Cristo, aumentarán también nuestro espíritu apostólico en esta Cuaresma. Él dio su Vida para acercar los hombres a Dios.

III. La fuente de las mortificaciones que nos pide el Señor está casi siempre en la tarea cotidiana. Muchas nacen con el día: levantarnos a la hora prevista, venciendo la pereza en este primer momento; la puntualidad; el trabajo bien acabado en los detalles; las molestias del calor o del frío; sonreír, aunque estemos cansados o sin ganas; sobriedad en la comida y bebida; orden y cuidado en las cosas que tenemos y usamos; rendir el propio juicio... Pero para eso es preciso, ante todo, seguir este consejo: «Si de veras deseas ser alma penitente –penitente y alegre–, debes defender, por encima de todo, tus tiempos diarios de oración –de oración íntima, generosa, prolongada–, y has de procurar que esos tiempos no sean a salto de mata, sino a hora fija, siempre que te resulte posible. No cedas en estos detalles.

»Sé esclavo de este culto cotidiano a Dios, y te aseguro que te sentirás constantemente alegre»17.

Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Entre estas, tienen especial importancia para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón las mortificaciones que hacen referencia a nuestros sentidos internos: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía, y procurando convertirlo en diálogo con Dios, presente en nuestra alma en gracia; también, cuando tendemos a dar muchas vueltas en nuestro interior a un suceso en el que parece que hemos quedado mal, a una pequeña injuria (probablemente hecha sin mala intención) que, si no cortamos a tiempo, el amor propio y la soberbia van haciendo cada vez mayor hasta quitarnos la paz y la presencia de Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo18 y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento19; también, en muchas ocasiones, rindiendo el juicio, para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. En definitiva, se trata de apartar de nosotros hábitos internos que veríamos mal en un hombre de Dios20, en una mujer de Dios. Decidámonos a acompañar de cerca al Señor en estos días, contemplando su Humanidad Santísima en las escenas del Vía Crucis: ver cómo voluntariamente recorre el camino del dolor por nosotros.

1 Mt 9, 14-15. — 2 Pablo VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966. — 3 Cfr. Lev 16, 29-31. — 4 Cfr. Jue 20, 26; Est 4, 16. — 5 1 Re 21, 27. — 6 Jdt 4, 9-13. — 7 Hech 13, 2. — 8 Ex 34, 28; Dan 9, 3. — 9 Mt 9, 15. — 10 Cfr. Is 54, 5. — 11 Pablo VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966. — 12 Cfr. Hech 13, 2 ss. — 13 Cfr. 2 Cor 6, 5; 11, 27. — 14 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 224. — 15 Ibídem, n. 556. — 16 ídem, Vía Crucis, III. — 17 ídem, Surco, n. 994. — 18 Cfr. ídem, Camino, n. 13. — 19 Cfr. Ibídem, n. 815. — 20 Cfr. ídem, Camino, n. 938.



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Cuaresma. Jueves después de Ceniza












































LA CRUZ DE CADA DÍA

— No puede haber un Cristianismo verdadero sin Cruz. La Cruz del Señor es fuente de paz y de alegría.

— La Cruz en las cosas pequeñas de cada día.

— Ofrecer las contrariedades. Detalles pequeños de mortificación.

I. Ayer comenzó la Cuaresma y hoy nos recuerda el Evangelio de la Misa que para seguir a Cristo es preciso llevar la propia Cruz: También les decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame1.

El Señor se dirige a todos y habla de la Cruz de cada día. Estas palabras de Jesús conservan hoy su más pleno valor. Son palabras dichas a todos los hombres que quieren seguirle, pues no existe un Cristianismo sin Cruz, para cristianos flojos y blandos, sin sentido del sacrificio. Las palabras del Señor expresan una condición imprescindible: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo2. «Un Cristianismo del que se pretendiera arrancar la cruz de la mortificación voluntaria y la penitencia, so pretexto de que esas prácticas son residuos oscurantistas, medievalismos impropios de una época humanista, ese Cristianismo desvirtuado lo sería tan solo de nombre; ni conservaría la doctrina del Evangelio ni serviría para encaminar en pos de Cristo los pasos de los hombres»3. Sería un Cristianismo sin Redención, sin Salvación.

Uno de los síntomas más claros de que la tibieza ha entrado en un alma es precisamente el abandono de la Cruz, de la pequeña mortificación, de todo aquello que de alguna manera suponga sacrificio y abnegación.

Por otra parte, huir de la Cruz es alejarse de la santidad y de la alegría; porque uno de los frutos del alma mortificada es precisamente la capacidad de relacionarse con Dios y con los demás, y también una profunda paz en medio de la tribulación y de dificultades externas. La persona que abandona la mortificación queda atrapada por los sentidos y se hace incapaz de un pensamiento sobrenatural.

Sin espíritu de sacrificio y de mortificación no hay progreso en la vida interior. Dice San Juan de la Cruz que si hay pocos que llegan a un alto estado de unión con Dios se debe a que muchos no quieren sujetarse «a mayor desconsuelo y mortificación»4. Y escribe el mismo santo: «Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz»5.

No olvidemos, pues, que la mortificación está muy relacionada con la alegría, y que cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. «Esta es la gran paradoja que lleva consigo la mortificación cristiana. Aparentemente, el aceptar y, más, el buscar el sufrimiento parece que debiera hacer de los buenos cristianos, en la práctica, los seres más tristes, los hombres que “peor lo pasan”.

»La realidad es bien distinta. La mortificación solo produce tristeza cuando sobra egoísmo y falta generosidad y amor de Dios. El sacrificio lleva siempre consigo la alegría en medio del dolor, el gozo de cumplir la voluntad de Dios, de amarle con esfuerzo. Los buenos cristianos viven quasi tristes, semper autem gaudentes (2 Cor 6, 10): como si estuvieran tristes, pero en realidad siempre alegres»6.

II. «La Cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo (...).

»El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Dios mismo nos ayuda y con Él no cabe la tristeza. In laetitia, nulla die sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz»7.

La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que produce nuestros egoísmos, envidias, pereza, etcétera, no son los conflictos que producen nuestro hombre viejo y nuestro amar desordenado. Esto no es del Señor, no santifica.

En alguna ocasión, encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido: «(...) no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

»Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene –oculta o descarada e insolente– cuando no la esperamos»8. El Señor nos dará las fuerzas necesarias para llevar con garbo esa Cruz y nos llenará de gracias y frutos inimaginables. Comprendemos que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente, a sus amigos, haciéndonos partícipes de su Cruz y corredentores con Él.

Sin embargo, lo normal será que encontremos la Cruz de cada día en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter difícil de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más necesarios eran, molestias producidas por el frío o el calor o el ruido, incomprensiones, una leve enfermedad que nos disminuye la capacidad de trabajo en ese día...

Hemos de recibir estas contrariedades diarias con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación: sin quejarnos, pues esa queja frecuentemente señala el rechazo de la Cruz. Estas mortificaciones, que llegan sin esperarlas, pueden ayudarnos, si las recibimos bien, a crecer en el espíritu de penitencia que tanto necesitamos, y a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Si las recibiéramos con mal espíritu podrían sernos motivo de rebeldía, de impaciencia o de desaliento. Muchos cristianos han perdido la alegría al final de la jornada, no por grandes contrariedades, sino por no haber sabido santificar el cansancio propio del trabajo, ni las pequeñas dificultades que han ido surgiendo durante el día. La Cruz –pequeña o grande– aceptada, produce paz y gozo en medio del dolor y está cargada de méritos para la vida eterna; cuando no se acepta la Cruz, el alma queda desilusionada o con una íntima rebeldía, que sale enseguida al exterior en forma de tristeza y de mal humor. «Cargar con la Cruz es algo grande, grande... Quiere decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nunca faltarán en nuestra existencia; quiere decir comprender el dolor humano, y, por último, saber amar verdaderamente»9. El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Dios, no encontrará la felicidad. Rehúye también la propia santidad.

III. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo... Además de aceptar la Cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Para progresar en la vida interior será de gran ayuda tener varias mortificaciones pequeñas fijas, previstas de antemano, para hacerlas cada día.

Estas mortificaciones buscadas por amor a Dios serán valiosísimas para vencer la pereza, el egoísmo que aflora en todo instante, la soberbia, etc. Unas nos facilitarán el trabajo, teniendo en cuenta los detalles, la puntualidad, el orden, la intensidad, el cuidado de los instrumentos que utilizamos; otras estarán orientadas a vivir mejor la caridad, en particular con las personas con quienes convivimos y trabajamos: saber sonreír aunque nos cueste, tener detalles de aprecio hacia los demás, facilitarles su trabajo, atenderlos amablemente, servirles en las pequeñas cosas de la vida corriente, y jamás volcar sobre ellos, si lo tuviéramos, nuestro malhumor; otras mortificaciones están orientadas a vencer la comodidad, a guardar los sentidos internos y externos, a vencer la curiosidad; mortificaciones concretas en la comida, en el cuidado del arreglo personal, etcétera. No es preciso que sean cosas muy grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor a Dios.

Como la tendencia general de la naturaleza humana es la de rehuir lo que suponga esfuerzo, debemos puntualizar mucho en esta materia, para no quedarnos solo en los buenos deseos. Por eso en ocasiones será muy útil incluso apuntarlas, para repasarlas en el examen o en otros momentos del día y no dejar que se olviden. Recordemos también que las mortificaciones más gratas al Señor son aquellas que hacen referencia a la caridad, al apostolado y al cumplimiento más fiel de nuestro deber.

Digámosle a Jesús, al acabar nuestro diálogo con Él, que estamos dispuestos a seguirle, cargando con la Cruz, hoy y todos los días.

1 Lc 9, 23. — 2 Lc 14, 27. — 3 J. Orlandis, Ocho bienaventuranzas, Pamplona 1982, p. 72. — 4 San Juan de la Cruz, Llama de amor viva, II, 7. — 5 ídem, Carta al P. Juan de Santa Ana, 23. — 6 R. M. de Balbín, Sacrificio y alegría, Rialp. 2ª ed., Madrid 1975, p. 123. — 7 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 176. — 8 ídem, Amigos de Dios, 301. — 9 Pablo VI, Alocución 24-III-1967.



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martes, 24 de febrero de 2009

Meditación diaria de Hablar con Dios Cuaresma. Miércoles de Ceniza


CONVERSIóN Y PENITENCIA

— Fomentar la conversión del corazón, especialmente durante este tiempo.

— Obras de penitencia: Confesión frecuente, mortificación, limosna...

— La Cuaresma, un tiempo para acercarnos más al Señor.

I. Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor1. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.

Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y misericordioso...2, leemos en la Primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento homo, quia pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir3.

Memento homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. «De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia»4.

Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a Él, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: «Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es Él mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio»5.

Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como Él espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores6, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.

Jesús busca en nosotros un corazón contrito conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestros días que no fueron buenos...7. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día»8.

Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.

Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme, no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.

El Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.

II. La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la Confesión frecuente.

El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que «fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo»9.

Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. «Todos los cristianos pueden ejercitarse en la limosna, no solo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen»10.

El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer diario. Porque «quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará»11. La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo realizamos, etc.; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en nuestro entorno. «Y la mejor mortificación es la que combate –en pequeños detalles, durante todo el día– la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente solo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)»12. Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor diariamente en esta Cuaresma.

III. No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. San Pablo, en la Segunda lectura de la Misa, nos dice que este es un tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación13. Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos. Volved a Mí de todo corazón.

Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.

«Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda»14. A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de tibieza.

Junto a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables. «Cuando alguien diga: “Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo”, debería pensar (hoy): “Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo”.

»Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: “No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo”. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! “Volveos a Mí de todo corazón!”.

»(...) Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza»15.

1 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 109. — 2 Joel 2, 12. — 3 Gen 3, 19. — 4 J. Leclerq, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 117. — 5 Juan Pablo II, Homilía Miércoles de Ceniza, 28-II-1979. — 6 Cfr. Mt 6, 24. — 7 Ez 36, 31-32. — 8 Juan Pablo II, Carta, Novo incipiente. 8-lV-1979. — 9 San Francisco de Sales, Sermón sobre el ayuno. — 10 San León Magno, Liturgia de las Horas, Segunda lectura del Jueves después de Ceniza. — 11 San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 3. — 12 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 9. — 13 Segunda lectura de la Misa. 2 Cor 5, 20-6, 2. — 14 A. Mª García Dorronsoro, Tiempo para creer, p. 118. — 15 Ibídem.



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lunes, 23 de febrero de 2009

Meditación diaria de Hablar con Dios 7ª Semana. Martes.



EL SEÑOR, REY DE REYES
— El salmo de la realeza y del triunfo de Cristo.

— El rechazo de Dios en el mundo.

— La filiación divina.

I. A lo largo de muchas generaciones fueron los salmos un cauce del alma para pedir ayuda a Dios, darle gracias, alabarle, pedirle perdón. El mismo Señor quiso utilizar un salmo para dirigirse a su Padre celestial en los momentos últimos de su vida aquí en la tierra1. Fueron las oraciones principales de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. La liturgia de la Iglesia los utiliza cada día en la Santa Misa, y constituyen la parte principal de la oración –la Liturgia de las Horas– que los sacerdotes dirigen cada día a Dios en nombre de toda la Iglesia.

Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos lo han comentado repetidas veces2, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. Los primeros cristianos acudían a él para encontrar fortaleza en medio de las adversidades. Los Hechos de los Apóstoles nos han dejado un testimonio de esta oración. Relatan cómo Pedro y Juan habían sido conducidos ante el Sanedrín por haber curado, en el nombre de Jesús, a un tullido que pedía limosna a la puerta del Templo3. Cuando fueron milagrosamente liberados volvieron a los suyos y les contaron cuanto les había sucedido, y todos juntos entonaron una plegaria al Señor que tiene como centro este salmo de la realeza de Cristo. Esta fue su oración: Señor, Tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se contiene; el que hablando el Espíritu Santo por boca de David, nuestro padre y siervo tuyo, dijiste: «¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos? Se han armado los reyes de la tierra, y los príncipes se han coaligado contra el Señor y contra su Cristo»4.

Las palabras que el Salmista dirige a Dios contemplando la situación de su tiempo fueron palabras proféticas que se cumplieron en tiempos de los Apóstoles, y luego a lo largo de la vida de la Iglesia y en nuestros días. También nosotros podemos repetir con entera realidad: ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Por qué tanto odio y tanto mal? ¿Por qué también –en ocasiones– esa rebeldía en nuestra vida? Desde el pecado original no ha cesado un momento esta lucha: los poderosos del mundo se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Basta ver cómo la dignidad de la criatura humana es conculcada en tantos lugares, las calumnias, las difamaciones, poderosos medios de comunicación al servicio del mal, el aborto de cientos de miles de criaturas que no tuvieron opción alguna a la vida humana y a la sobrenatural para la que Dios mismo los había destinado, tantos ataques contra la Iglesia, contra el Romano Pontífice y contra quienes quieren vivir y ser fieles a la fe...

Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca5. A Él acudieron Pedro y Juan y quienes con ellos estaban reunidos aquel día en Jerusalén, y pudieron predicar con toda confianza la palabra del Señor. Cuando terminó aquella oración –nos dice San Lucas– todos se sintieron confortados y llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con toda libertad la palabra de Dios6.

Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestra filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.

II. Dirumpamus víncula eorum... Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo7, parece repetir un clamor general. «Rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse (cfr. Jn 18, 36)»8. Pero el que habita en los cielos se reirá de ellos, se burlará de ellos el Señor. Entonces les hablará en su indignación, y les llenará de terror con su ira9. El castigo divino no solo se realiza en la vida terrena. A pesar de los aparentes triunfos de muchos que se declaran o comportan como enemigos de Dios, su mayor fracaso, si no se arrepienten, consistirá en no comprender ni alcanzar jamás lo que es la verdadera felicidad. Sus satisfacciones humanas, o infrahumanas, pueden ser el triste premio al bien que hayan podido realizar en el mundo. Con todo, algunos santos han afirmado que «el camino del infierno es ya un infierno». A pesar de todo, el Señor está siempre dispuesto al perdón, a darles la paz y la alegría verdaderas.

San Agustín, al comentar estos versículos del salmo, hace notar que también se puede entender por ira de Dios la ceguera de mente que se apodera de quienes faltan de esta forma a la ley divina10. No hay desgracia comparable a desconocer a Dios, a vivir de espaldas a Él, a la afirmación de la propia vida en el error y en el mal.

No obstante, a pesar de tanta infamia, Dios es paciente y quiere que todos los hombres se salven11. La ira de Dios, de la que habla el salmo, «no es tanto el furor cuanto la corrección necesaria, como hace el padre con el hijo, el médico con el enfermo, el maestro con el discípulo»12. Con todo, el tiempo para disponer de la misericordia divina es limitado: luego viene la noche, en la que ya no se puede trabajar13. Con la muerte acaba la posibilidad de arrepentimiento.

El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Ante todos aparece la imagen de muchos hombres que se cierran a la misericordia divina y a la remisión de sus pecados, que consideran «no esencial o sin importancia para su vida», y como una «impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar dureza de corazón. En nuestro tiempo, a esta actitud de mente y corazón corresponde quizá la pérdida del sentido del pecado»14.

Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia. Pidamos que no se agote nunca esta clemencia divina, que es para muchos como el último cable que cuelga y al que puede agarrarse el náufrago que ya había desechado otros auxilios de salvación.

III. Ante los profundos interrogantes que plantean la libertad humana, el misterio del mal, la rebelión de la criatura, el Salmo II da la solución proclamando la realeza de Cristo, por encima del mal que existe o pueda existir: Mas yo te constituí mi rey sobre Sión, mi monte santo. Predicaré su decreto. A mí me ha dicho el Señor: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy»15. «La misericordia de Dios Padre nos ha dado como Rey a su Hijo. Cuando amenaza, se enternece; anuncia su ira y nos entrega su amor. Tú eres mi hijo: se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus.

»Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo!»16. Este es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades: las de un ambiente a veces hostil a la vida cristiana, y las tentaciones que el Señor permite para que reafirmemos la fe y el amor.

A nuestro Padre Dios le encontramos siempre muy cerca, su presencia es «como un olor penetrante que no pierde nunca esa fuerza con la que se introduce en todas partes, lo mismo en el interior de los corazones que lo aceptan, como en el exterior, en la naturaleza, en las cosas, en medio de un gentío. Dios está allí, esperando que se le descubra, que se le llame, que se le tenga en cuenta (...)»17.

Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra18. Cada día nos dice el Señor: ¡pídeme! De modo particular en esos momentos de la acción de gracias después de la comunión. ¡Pídeme!, nos dice Jesús. Sus deseos son dar y dársenos.

San Juan Crisóstomo comenta estas palabras del salmo y enseña que no se nos promete ya una tierra que mana leche y miel, ni una larga vida, ni muchedumbre de hijos, ni trigo, ni vino, ni rebaños, sino el Cielo y los bienes del Cielo: la filiación divina y la hermandad con el Unigénito, y tener parte en su herencia, y ser juntamente con Él glorificados y reinar con Él19.

Los regirás con vara de hierro, y como a vasos de alfarero los romperás. Ahora, pues, oh reyes, entendedlo bien: dejaos instruir, los que juzgáis la tierra. Servid al Señor con temor, y ensalzadle con temblor santo20. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con su muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Según el testimonio de los Padres de la Iglesia, la vara de hierro es la Santa Cruz, «cuya materia es madera, pero cuya fuerza es de hierro»21. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas: los obstáculos se quebrarán como vasos de alfarero. La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: esta es el arma para vencer; una vida sobria, mortificada, sin huir del sacrificio amable que nos une a Cristo.

El salmo termina con un llamamiento para que nos mantengamos fieles en el camino y en la confianza en el Señor: Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje, y perezcáis fuera del camino, cuando dentro de poco se inflame su ira. Bienaventurados serán los que hayan puesto en Él su confianza22. Nosotros hemos puesto en el Señor toda nuestra confianza. A los Santos Ángeles Custodios, fieles servidores de Dios, les pedimos que nos mantengan cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.

1 Cfr. Mt 27, 46. — 2 Cfr. I. Domínguez, El Salmo 2. Señor, Rey de Reyes, Palabra, Madrid 1977. — 3 Cfr. Hech 4, 23-31. — 4 Hech 4, 23-26. — 5 1 Cor 10, 4. — 6 Cfr. Hech 4, 29-31. — 7 Sal 2, 3. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. — 9 Sal 2, 4-5. — 10 Cfr. San Agustín, Comentarios a los Salmos, 2, 4. — 11 1 Tim 2, 4. — 12 San Jerónimo, Breviarium in Psalmos II. — 13 Jn 9, 4. — 14 Juan Pablo II, Enc. Dominum el vivificantem, 18-V-1986, 46-47. — 15 Sal 2, 6-7. — 16 San Josemaría Escrivá, loc. cit. — 17 M. Eguibar, ¿Por qué se amotinan las gentes? (Salmo II), pp. 27-28. — 18 Sal 2, 8. — 19 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 16, 5. — 20 Sal 2, 9-11. — 21 San Atanasio, Comentario a los Salmos, 2, 6. — 22 Sal 2, 12.



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La Virgen de la Confianza



Confianza! ¡Confianza! ¡Yo vencí al mundo!” (Jn 16, 33)

Cuando la palabra confianza era pronunciada por Nuestro Señor Jesucristo, “se operaba en los corazones una profunda y maravillosa transformación” , dice un sabio escritor. “La aridez de sus almas era humedecida por un rocío celestial, las tinieblas de sus espíritus se transformaban en luz, la angustia era sustituida por una calma serenidad.” El mismo convite hecho otrora por Nuestro Señor, es repetido hoy a nosotros. ¡Confianza! ¡Cómo esa virtud es necesaria en los días de hoy!

¡Cómo se equivocan las almas que, sintiendo sus deficiencias y miserias, no osan aproximarse del Divino Salvador, con recelo de que un Dios tan puro y excelso no se inclinaría hacia ellas, no perdonaría sus faltas! Dios es Misericordia, y desde que deseemos sinceramente convertirnos, Él tendrá pena de nuestra miseria y se dignará salvarnos y colocarnos junto a su Sagrado Corazón. Más aún: para que experimentásemos de un modo más elocuente la bondad en términos humanos, creó el cariño materno. De lo alto de la Cruz, cuando entregaba su alma al Padre, nos dio a su propia Madre para que fuese también la nuestra: “Mujer, he aquí a tu hijo. (...) Hijo, he aquí a tu Madre” (Jn 19, 26-27). Como explica la Iglesia desde sus primeros siglos, en San Juan estaba representada toda la humanidad. Ese don inenarrable de ser, también, hijos de la Madre del Cielo, nos facilita igualmente la práctica de la virtud de la confianza.

Esas reflexiones nos traen a la memoria una bellísima pintura de Nuestra Señora de la Confianza venerada en la Ciudad Eterna, en la capilla del Pontificio Seminario Romano, vecino a la famosa Basílica de San Juan de Letrán.

La devoción a Nuestra Señora de la Confianza surgió en Italia hace casi tres siglos, vinculada a la venerable Hermana Clara Isabel Fornari, clarisa fallecida en 1744, y con proceso de beatificación en curso. Abadesa del monasterio de la ciudad de Todi, Sor Clara fue privilegiada por Dios con gracias místicas, entre las cuales la de recibir en sus miembros los estigmas de la Pasión. Nutriendo una devoción muy particular a la Madre de Dios, llevaba siempre consigo un milagroso cuadro que la representa con el Niño Jesús en los brazos. A esa pintura se atribuían gracias y curas numerosas, y ya en el S. XVIII comenzaron a circular por Italia copias, dando origen a la devoción de la Santísima Virgen bajo el título de Madre de la Confianza.

Una de las copias acabó por tornarse más célebre que el propio original. Fue ella llevada al Seminario Mayor de Roma —el principal del mundo, por ser el seminario del Papa—, donde se convirtió en la Patrona. Todos los años es venerada por el propio Pontífice, quien va a visitarla en la fiesta de la “Virgen de la Confianza”, el 24 de febrero.

Desde el inicio, la Virgen mostró a los seminaristas que, si recurriesen a Ella bajo la invocación de Nuestra Señora de la Confianza, podían contar con su auxilio en toda circunstancia por más difícil que fuese. En ese sentido, entre los hechos prodigiosos más insignes se cuentan las dos veces (1837 y 1867) en que una epidemia de cólera alcanzó la Ciudad Eterna, y en las que el Seminario Romano se vio milagrosamente libre por la poderosa intercesión de su Patrona. También, durante la Primera Guerra Mundial, cerca de cien seminaristas fueron enviados al frente de batalla, y se colocaron bajo la especial protección de la “Madonna”. Todos regresaron vivos, lo que atribuyeron a la Santísima Virgen. En agradecimiento, entronizaron el venerable cuadro en una nueva capilla de mármol y plata.
Cuando allí fue colocado, venía acompañado de un antiguo pergamino, que aún se conserva, y que trae estas consoladoras palabras de Sor Clara Isabel: “La divina Señora se dignó concederme que toda alma que con confianza se presente delante de este cuadro, experimentaráuna verdadera contrición de sus pecados, con verdadero dolor y arrepentimiento, y obtendrá de su Divinísimo Hijo el perdón general de todos sus pecados. Además esa mi divina Señora, con amor de verdadera Madre, condescendió en asegurarme que a toda alma que contemple esta imagen, concederá una particular ternura y devoción hacia Ella.”

La devoción a la “Madonna della Fiducia” se muestra particularmente benéfica cuando se reza la jaculatoria “¡Madre mía, confianza mía!” Muchos son aquellos que se fortalecen en la confianza, o la recuperan, apenas por contemplar esa bella pintura, sintiéndose inundados por la mirada materna, serena, cariñosa y alentadora de la Reina del Cielo.
Y el Divino Niño, también observando al fiel, apunta su índice a la Santísima Virgen, como diciendo: “Colóquese bajo su protección, recurra a Ella, sea enteramente de Ella, y Ud. conseguirá llegar hasta Mí”.

Benedicto XVI: Nuevas fronteras de la genética y riesgo de eugenesia.



Benedicto XVI: Discurso a la Academia Pontificia para la Vida


CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 23 febrero 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este lunes a los participantes en el congreso científico internacional "Las nuevas fronteras de la genética y el riesgo de la eugenesia" organizado por la Academia Pontificia para la Vida con motivo de su XV asamblea general.

* * *

Señores cardenales,

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,

ilustres académicos,

señoras y señores:

Es para mí un placer recibiros con motivo de la XV asamblea ordinaria de la Academia Pontificia para la Vida. En 1994, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II la instituía bajo la presidencia de un científico, el profesor Jerôme Lejeune, interpretando con amplias miras la delicada tarea que debería desempeñar con el pasar de los años. Doy las gracias al presidente, monseñor Rino Fisichella, por las palabras con las que ha introducido este encuentro, confirmando el gran compromiso de la Academia a favor de la promoción y defensa de la vida humana.

Desde que a mediados del siglo XIX, el abad agustino Gregor Mendel, descubrió las leyes de la herencia de los caracteres, llegando a ser considerado como el fundador de la genética, esta ciencia ha dado pasos gigantescos en la comprensión de ese lenguaje que constituye la base de la información biológica que determina el desarrollo de un ser viviente. Por este motivo, la genética moderna desempeña un papel de particular importancia dentro de las disciplinas biológicas que han contribuido al prodigioso desarrollo de los conocimientos sobre la arquitectura invisible del cuerpo humano y de los procesos celulares y moleculares que establecen sus múltiples actividades. La ciencia ha llegado hoy a desvelar tanto los diferentes mecanismos recónditos de la fisiología humana, como los procesos que están ligados a la aparición de algunos defectos heredables de los padres, así como procesos que hacen que algunas personas queden más expuestas al riesgo de contraer una enfermedad. Estos conocimientos, fruto del ingenio y del esfuerzo de innumerables estudiosos, permiten llegar más fácilmente no sólo a un diagnóstico más eficaz y precoz de las enfermedades genéticas, sino también a ofrecer terapias destinadas a aliviar los sufrimientos de los enfermos y, en algunos casos, incluso a restituirles la esperanza de recobrar la salud. Además, desde que se encuentra a disposición la secuencia de todo el genoma humano, las diferencias entre un sujeto y otro y entre las diversas poblaciones humanas se han convertido en objeto de estudios genéticos que dejan entrever la posibilidad de nuevas conquistas.

El ámbito de la investigación sigue siendo hoy muy abierto y cada día se discuten nuevos horizontes que en gran parte siguen sin ser explorados. El esfuerzo del investigador en estos ámbitos tan enigmáticos y preciosos exige un apoyo particular; por este motivo, la colaboración entre las diferentes ciencias es un apoyo que no puede faltar nunca para llegar a resultados que sean eficaces y al mismo tiempo que produzcan un auténtico progreso para toda la humanidad. Esta complementariedad permite evitar el riesgo de un difundido reduccionismo genético, que tiende a identificar a la persona exclusivamente con la referencia a la información genética y a su interacción con el ambiente. Es necesario confirmar que el hombre siempre será más grande que todo lo que conforma su cuerpo; de hecho, lleva la fuerza del pensamiento, que siempre está orientada a la verdad sobre sí mismo y sobre el mundo. Se demuestran llenas de significado las palabras de un gran pensador que fue también un valiente científico, Blaise Pascal: "El hombre no es más que un junco, el más endeble de la naturaleza, pero es un junco pensante. No hace falta que todo el universo se ocupe de aplastarlo. Un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aunque el universo lo estuviese destruyendo, el hombre sería más noble que aquello que le mata; porque él sabe que está muriendo, mientras que el universo no tiene ni idea de la superioridad que tiene sobre él" (Pensamientos, 347).

Cada ser humano, por tanto, es mucho más que una singular coincidencia de informaciones genéticas que le son transmitidas por sus padres. La procreación de un hombre no podrá reducirse nunca a una mera reproducción de un nuevo individuo de la especie humana, como sucede con un animal. Cada vez que aparece una persona se trata siempre de una nueva creación. Lo recuerda con profunda sabiduría el Salmo: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno... No desconocías mis huesos, cuando, en lo oculto, me iba formando" (139, 13.15). Si se quiere entrar en el misterio de la vida humana, por tanto, es necesario que ninguna ciencia se aísle, pretendiendo que posee la última palabra. Hay que compartir, por el contrario, la vocación común para llegar a la verdad, según la diferencia de las metodologías y de los contenidos propios de cada ciencia.

Vuestro congreso, de todos modos, no analiza sólo los grandes desafíos que la genética tiene que afrontar; abarca también los riesgos de la eugenesia, práctica que ciertamente no es nueva y que en el pasado ha llevado a aplicar formas inauditas de auténtica discriminación y violencia. La desaprobación por la eugenesia utilizada con la violencia de un régimen estatal, o como fruto del odio hacia una estirpe o población, está tan profundamente arraigada en las conciencias que fue expresada formalmente por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. A pesar de ello, en nuestros días siguen apareciendo manifestaciones preocupantes de esta práctica odiosa, que se presenta con rasgos diferentes. Es verdad que no se vuelven a presentar ideologías eugenésicas y raciales que en el pasado humillaron al hombre y provocaron tremendos sufrimientos, pero se insinúa una nueva mentalidad que tiende a justificar una consideración diferente de la vida y de la dignidad de la persona fundada sobre el propio deseo y sobre el derecho individual. De este modo, se tiende a privilegiar las capacidades operativas, la eficacia, la perfección y la belleza física en detrimento de otras dimensiones de la existencia que no son consideradas como dignas. De este modo, se debilita el respeto que se debe a todo ser humano, en presencia de un defecto en su desarrollo o de una enfermedad genética, que podrá manifestarse en el transcurso de su vida, y se penalizan desde la concepción a aquellos hijos cuya vida es juzgada como no digna de ser vivida.

Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida. El desarrollo biológico, psíquico, cultural o el estado de salud no pueden convertirse nunca en un elemento de discriminación. Es necesario, por el contrario, consolidar la cultura de la acogida y del amor que testimonian concretamente la solidaridad hacia quien sufre, derribando las barreras que la sociedad levanta con frecuencia discriminando a quien tiene una discapacidad o sufre patologías, o peor aún, llegando a la selección y el rechazo de la vida en nombre de un ideal abstracto de salud y de perfección física. Si el hombre es reducido a objeto de manipulación experimental desde los primeros pasos de su desarrollo, significa que las biotecnologías médicas se rinden ante el arbitrio del más fuerte. La confianza en la ciencia no puede hacer olvidar el primado de la ética cuando está en juego la vida humana.

Confío en que vuestra investigación en este sector, queridos amigos, pueda continuar con el debido empeño científico y con la atención que la ética exige ante problemas tan importantes y determinantes para el desarrollo coherente de la existencia personal. Este es el auspicio con el que deseo concluir este encuentro. Invocando sobre vuestro trabajo copiosas luces celestes, os imparto a todos vosotros con afecto una bendición apostólica especial.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]

“Lectio divina” del Papa a los seminaristas de Roma.


“Lectio divina” del Papa a los seminaristas de Roma


CIUDAD DEL VATICANO, lunes 23 de febrero de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos el contenido de la "lectio divina" para los seminaristas pronunciada por Benedicto XVI el pasado viernes por la tarde, durante su visita al Seminario Romano Mayor, en la vigilia de la fiesta de Nuestra Señora de la Confianza.

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Señor cardenal, queridos amigos:

Para mí siempre es una gran alegría estar en mi Seminario, ver a los futuros sacerdotes de mi diócesis, estar con vosotros en el signo de Nuestra Señora de la Confianza. Con Ella, que nos ayuda y acompaña, y que nos da realmente la certeza de ser siempre ayudados por la gracia divina, seguimos adelante.

Vamos a ver ahora qué nos dice san Pablo con este texto: "Habéis sido llamados a la libertad". La libertad en todas las épocas ha sido el gran sueño de la humanidad, desde los comienzos, pero particularmente en la época moderna. Sabemos que Lutero se inspiró en este texto de la Carta a los Gálatas, y la conclusión fue que la Regla monástica, la jerarquía, el magisterio le parecieron como un yugo de esclavitud del que era necesario librarse. Sucesivamente, el periodo de la Ilustración fue totalmente guiado, penetrado por este deseo de la libertad, que se pensaba haber ya alcanzado . Pero también el marxismo se presentó como camino hacia la libertad.

Nos preguntamos esta noche: ¿qué es la libertad? ¿cómo podemos ser libres? San Pablo nos ayuda a entender esta realidad complicada que es la libertad insertando este concepto en un contexto de divisiones antropológicas y teológicas fundamentales. Dice: "Que esta libertad no se convierta en un pretexto para vivir según la carne, sino poneos al servicio unos de otros en la caridad" El rector nos ha dicho ya que "carne" no es el cuerpo, sino que "carne" --en el lenguaje de san Pablo-- es expresión de la absolutización del yo, del yo que quiere serlo todo y tomarlo todo para sí. El yo absoluto, que no depende de nada ni de nadie, parece poseer realmente, en definitiva, la libertad. Soy libre si no dependo de nadie, si puedo hacer todo lo que quiero. Pero precisamente esta absolutización del yo es "carne", es decir, es degradación del hombre, no es conquista de la libertad: el libertinismo no es libertad, es más bien el fracaso de la libertad.

Y Pablo se atreve a proponer una fuerte paradoja: "Mediante la caridad, poneos al servicio" (en griego douléuete); es decir, la libertad se realiza paradójicamente en el servicio; llegamos a ser libres si nos convertimos en siervos unos de otros. Y así Pablo pone todo le problema de la libertad a la luz de la verdad del hombre. Reducirse a la carne, aparentemente elevándose al rango de divinidad - "Sólo yo soy el hombre" - introduce en la mentira. Porque en realidad no es así: el hombre no es un absoluto, de forma que pueda aislarse y comportarse sólo según su propia voluntad. Esto va contra la verdad de nuestro ser. Nuestra verdad es que, ante todo, somos criaturas, criaturas de Dios y vivimos en relación con el Creador. Somos seres relacionales, y sólo aceptando esta relacionalidad entramos en la verdad, de otra manera caemos en la mentira y en ella, al final, nos destruimos.

Somos criaturas, por tanto dependientes del Creador. En el periodo de la Ilustración, sobre todo al ateísmo, esto le parecía como una dependencia de la que era necesario liberarse. En realidad, sin embargo, sería una dependencia fatal sólo si este Dios Creador fuese un tirano, no un Ser bueno, sólo si fuese como son los tiranos humanos. Si en cambio este Creador nos ama y nuestra dependencia supone estar en el espacio de su amor, en este caso precisamente la dependencia es libertad. De esta forma de hecho estamos en la caridad del Creador, estamos unidos a Él, a toda su realidad, a todo su poder. Por tanto éste es el primer punto: ser criatura quiere decir ser amados por el Creador, estar en esta relación de amor que Él nos da, con la que nos previene. De ahí deriva ante todo la verdad sobre nosotros mismos, que es al mismo tiempo, una llamada a la caridad.

Y por ello ver a Dios, orientarse a Dios, conocer a Dios, conocer la voluntad de Dios, insertarse en la voluntad, es decir, en el amor de Dios es entrar cada vez más en el espacio de la verdad. Y este camino del conocimiento de Dios, de la relación de amor con Dios, es la aventura extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque conocemos en Cristo el rostro de Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí mismo.

Pero la relacionalidad criatural implica también un segundo tipo de relación: estamos en relación con Dios, pero al mismo tiempo, como familia humana, estamos también en relación el uno con el otro. En otras palabras, libertad humana es, por una parte, estar en la alegría y en el espacio grande del amor de Dios, pero implica también ser una sola cosa con el otro y para el otro. No hay libertad contra el otro. Si yo me absolutizo me convierto en enemigo del otro, ya no podemos convivir más sobre la tierra y toda la vida se convierte en crueldad, en fracaso. Solo una libertad compartida es una libertad humana; en el estar juntos podremos entrar en la sinfonía de la libertad.

Y por tanto este es otro punto de gran importancia: sólo aceptando al otro, aceptando también la aparente limitación que supone para mi libertad el respeto por la libertad del otro, sólo insertándome en la red de dependencias que nos hace, finalmente, una sola familia humana, yo estaré en camino hacia la liberación común.

Aquí aparece un elemento muy importante: ¿cuál es la medida de este compartir la libertad? Vemos que el hombre necesita orden, derecho, para poder realizar su libertad, que es una libertad vivida en común. ¿Y cómo podemos encontrar este orden justo, en el que nadie sea oprimido, sino que cada uno pueda ofrecer su propia contribución para formar esta especie de concierto de la libertad? Si no hay una verdad común del hombre como aparece en la visión de Dios, queda sólo el positivismo y se tiene la impresión de algo impuesto de manera incluso violenta. De ahí esta rebelión contra el orden y el derecho como si se tratase de una esclavitud.

Pero si podemos encontrar el orden del Creador en nuestra naturaleza, el orden de la verdad que da a cada uno su sitio, orden y derecho pueden ser precisamente instrumentos de libertad contra la esclavitud de egoísmo. Servirnos unos a otros se convierte en instrumento de la libertad, y aquí podemos incluir toda una filosofía de la política según la Doctrina social de la Iglesia, la cual nos ayuda a encontrar este orden común que da a cada uno su lugar en la vida común de la humanidad. La primera realidad que hay que respetar es, por tanto, la verdad: la libertad contra la verdad no es libertad. Servirnos unos a otros crea el espacio común de la libertad.

Y luego Pablo sigue diciendo: "La ley encuentra su plenitud en un solo precepto: Amarás a tu prójimo como a tí mismo". Tras esta afirmación aparece el misterio del Dios encarnado, aparece el misterio de Cristo que en su vida, en su muerte, en su resurrección se convierte en la ley viviente. Inmediatamente, las primeras palabras de nuestra lectura -"Habéis sido llamados a la libertad" - señalan este misterio. Hemos sido llamados por el Evangelio, hemos sido llamados realmente en el Bautismo, en la participación en la muerte y la resurrección de Cristo, y de esta forma hemos pasado de la "carne", del egoísmo, a la comunión con Cristo. Y así estamos en la plenitud de la ley.

Conocéis todos probablemente las hermosas palabras de san Agustín: "Dilige et fac quod vis - Ama y haz lo que quieras". Lo que Agustín dice es la verdad, si hemos entendido bien la palabra "amor". "Ama y haz lo que quieras", pero debemos ser penetrados realmente de la comunión con Cristo, habernos identificado con su muerte y su resurrección, estar unidos a Él en la comunión de su Cuerpo. En la participación de los sacramentos, en la escucha de la Palabra de Dios, realmente la voluntad divina, la ley divina entra en nuestra voluntad, nuestra voluntad se identifica con la suya, se convierten en una sola voluntad y así somos realmente libres, podemos realmente hacer lo que queremos, porque queremos con Cristo, queremos en la verdad y con la verdad.

Oremos por tanto al Señor para que nos ayude en este camino que comenzó con el Bautismo, un camino de identificación con Cristo que se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. En la tercera Plegaria eucarística decimos: "Para ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu". Es un momento en el cual, a través de la Eucaristía y a través de nuestra verdadera participación en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, nos convertimos en un solo espíritu con Él, estamos en esta identificación de la voluntad, y así llegamos realmente a la libertad.

Tras esta palabra --la ley se ha cumplido-- tras esta única palabra que se convierte en realidad en la comunión con Cristo, aparecen detrás del Señor todas las figuras de los santos que han entrado en esta comunión con Cristo, en esta unidad del ser, en esta unidad con su voluntad. Aparece sobre todo la Virgen, en su humildad, en su bondad, en su amor. La Virgen nos da esta confianza, nos toma de la mano, nos guía, nos ayuda en el camino de unirnos a la voluntad de Dios, como ella lo estuvo desde el primer momento, expresando esta unión en su "Fiat".

Y finalmente, tras estas cosas hermosas, una vez más en la carta se señala la situación un poco triste de la comunidad de los Gálatas, cuando Pablo dice: Si os mordéis y os devoráis mutuamente, mirad al menos de no destruiros del todo unos a otros... Caminad según el Espíritu". Me parece que en esta comunidad -que ya no estaba en el camino de la comunión con Cristo, sino en la ley exterior de la "carne" - emergen naturalmente también las polémicas y Pablo dice: "Os convertís en fieras, uno muerde al otro". Se refiere así a las polémicas que nacen donde la fe degenera en intelectualismo y la humildad es sustituida por la arrogancia de ser mejor que el otro.

Vemos bien que hoy también hay cosas parecidas donde, en lugar de insertarse en la comunión con Cristo, en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, cada uno quiere ser superior al otro y con arrogancia intelectual quiere hacer creer que él es mejor. Y así nacen las polémicas que son destructivas, nace una caricatura de la Iglesia, que debería ser una sola alma y un solo corazón.

En esta advertencia de San Pablo debemos encontrar hoy un motivo de examen de conciencia: no pensar en ser superior al otro, sino encontrarnos en la humildad de Cristo, encontrarnos en la humildad de la Virgen, entrar en la obediencia de la fe. Precisamente así se abre realmente también para nosotros el gran espacio de la verdad y de la libertad en el amor.

Finalmente, queremos agradecer a Dios porque nos ha mostrado su rostro en Cristo, porque nos ha dado a la Virgen, nos ha dado a los santos, nos ha llamado a ser un solo cuerpo, un solo espíritu con Él. Y oremos para que nos ayude a insertarnos cada vez más en esta comunión con su voluntad, para encontrar así, con la libertad, el amor y la alegría.

[Al final de la cena con la comunidad del Seminario Romano, el Santo Padre dirigió estas palabras]

Me dicen que se espera aún una palabra mía. Ya he hablado quizás demasiado, pero quisiera expresar mi gratitud, mi alegría por estar con vosotros. En mi coloquio ahora en la mesa he aprendido algo más de la historia de Letrán, comenzando por Constantino, Sixto V, Benedicto XIV, Papa Lambertini.

Así he visto todos los problemas de la historia y el renacimiento siempre nuevo de la Iglesia en Roma. Y he comprendido que en la discontinuidad de los acontecimientos históricos exteriores está la gran continuidad de la unidad de la Iglesia en todos los tiempos. Y también sobre la composición del Seminario he comprendido que es expresión de la catolicidad de nuestra Iglesia. De todos los continentes somos una Iglesia y tenemos en común el futuro. Esperemos sólo que crezcan aún las vocaciones porque, como ha dicho el rector, de trabajadores en la viña del Señor. ¡Gracias a todos vosotros!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]

[© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]

Meditación diaria de Hablar con Dios 7ª semana. Lunes


Padre Francisco Fernández Carbajal


IMPLORAR MÁS FE

— La fe es un don de Dios.

— Necesidad de buenas disposiciones para creer.

— Fe y oración. Pedir la fe.

I. Llegó Jesús a un lugar donde le aguardaban sus discípulos. Allí se encontraban también un padre que había llevado a su hijo enfermo, un grupo de escribas y una gran muchedumbre. Al ver aparecer a Jesús se llenaron de alegría y fueron a su encuentro: todo el pueblo se quedó sorprendido, y acudían corriendo a saludarle1, como debemos acudir nosotros a la oración y al Sagrario. Todos le echaban de menos. El padre se adelanta entre la muchedumbre que rodea al Señor: Maestro -le dice-, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu inmundo (...). Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

Los discípulos, que ya habían realizado algunos otros milagros en nombre del Señor, intentaron curarle pero no lo lograron. Jesús les explicó luego, en casa, qué faltaba en ellos para que hubiesen podido realizar el prodigio. El padre tiene una fe deficiente; posee alguna, pues ha acudido en busca de la curación, pero no la fe plena, la confianza sin límites que Jesús pedía y pide. Y el Señor, como hace siempre, le mueve a dar un paso más. Al principio este hombre se dirige a Cristo con humildad, pero vacilante: Si algo puedes, ayúdanos, compadecido de nosotros. Y Jesús, «conociendo las perplejidades de aquella alma, le anticipa: si tú puedes creer, todo es posible para el que cree (Mc 9, 22). Todo es posible: ¡omnipotentes! Pero con fe. Aquel hombre siente que su fe vacila, teme que esa escasez de confianza impida que su hijo recobre la salud. Y llora. Que no nos dé vergüenza este llanto: es fruto del amor de Dios, de la oración contrita, de la humildad. Y el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó: ¡Oh Señor! yo creo: ayuda tú mi incredulidad (Mc 9, 23)»2, ¡Qué gran acto de fe para que nosotros lo repitamos muchas veces!: Jesús, ¡yo creo, pero imprime Tú más firmeza a mi fe! ¡Enséñame a acompañarla de obras, a llorar mis pecados, a confiar en tu poder y en tu misericordia!

La fe es un don divino; solo Dios la puede infundir más y más en el alma. Es Él quien abre el corazón del creyente para que reciba la luz sobrenatural, y por eso debemos implorarla; pero a la vez son necesarias unas disposiciones internas de humildad, de limpieza, de apertura..., de amor que se abre paso cada vez con más seguridad.

Si en alguna ocasión nuestra fe vacila ante el apostolado, las dificultades..., o se torna insegura la de nuestros amigos, hermanos, hijos..., imitemos a este buen padre. En primer lugar pide más fe, porque esta virtud es un don. Pero, a la vez crecer en ella depende de nosotros mismos. Abrir los ojos –comenta San Juan Crisóstomo– es cosa de Dios, escuchar atentamente es cosa propia; es a la vez obra divina y humana3. Debemos imitar a este hombre en su humildad: no tiene méritos propios que presentar, por eso acude a su misericordia: ayúdanos, ten compasión de nosotros. Este es el camino seguro que debe seguir toda petición: acudir a la compasión y misericordia divinas. Por nuestra parte, la humildad, la limpieza de alma y la apertura de corazón hacia la verdad nos dan la capacidad de recibir esos dones que Jesús nunca niega. Si la semilla de la gracia no prosperó se debió exclusivamente a que no encontró la tierra preparada. Señor, ¡auméntame la fe!, le pedimos en la intimidad de nuestra oración. ¡No permitas que jamás vacile mi confianza en Ti!

II. ¿Qué vieron en Jesús aquellos que con Él se cruzaron por caminos y aldeas? Vieron lo que sus disposiciones internas les permitían ver. ¡Si hubiéramos podido ver a Jesús a través de los ojos de su Madre! ¡Qué inmensidad tan grande! ¡Y qué pequeñez la de muchos fariseos, que andaban con aquellos enredos acerca de la ley...! ¡Ni siquiera en los mismos milagros supieron descubrir al Mesías!; al menos una buena parte de ellos permaneció ciega ante la Luz del mundo. Y su ciencia de las Escrituras Santas no les sirvió para percibir el cumplimiento de todo lo que se había predicho de Él. Muchos contemporáneos se negaron a creer en Jesús porque no eran de corazón bueno, porque sus obras eran torcidas, porque no amaban a Dios ni tenían una voluntad recta: Mi doctrina no es mía -dirá el Señor-, sino de Aquel que me ha enviado. Quien quisiere hacer la voluntad de Él conocerá si mi doctrina es de Dios o mía4. No tuvieron las disposiciones adecuadas, no buscaban el honor de Dios, sino el suyo propio5. Ni siquiera los milagros pueden sustituir a las necesarias disposiciones interiores. La razón honda del rechazo al Mesías tanto tiempo esperado, con tanto detalle anunciado, estriba en que no solo no poseían en su corazón a Dios como Padre, sino que tenían «al diablo por padre», porque sus obras no eran buenas, ni sus sentimientos, ni sus intenciones6.

«Dios se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su falta de capacidad para ver»7. ¡Cómo habremos de cuidar la frecuente Confesión de nuestras faltas y pecados, si este sacramento nos limpia y nos dispone para ver con mayor claridad al Señor ya aquí en la tierra!

En el apostolado debemos tener en cuenta que, con frecuencia, el gran obstáculo para que muchos acepten la fe, la vocación o una vida cristiana coherente son los pecados personales no remitidos, los afectos desordenados y las faltas de correspondencia a la gracia. «El hombre, llevado de sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en su alma»8. Si falta el deseo de creer y de hacer la voluntad de Dios en todo, cueste lo que cueste, no se aceptará ni siquiera lo que es evidente. De ahí que quien vive encerrado en su egoísmo, quien no busca el bien sino la comodidad o el placer, tendrá muchas dificultades para creer o para entender un ideal noble; y, si se trata de alguien que ya ha respondido positivamente a una vocación de entrega a Dios, encontrará una resistencia creciente ante las concretas exigencias de su llamada.

La Confesión sincera y contrita, bien preparada, se presenta así como el gran medio para encontrar el camino de la fe, la claridad interior necesaria para ver lo que Dios pide. Cuando una persona purifica y limpia su corazón ha preparado el terreno para que la semilla de la fe y de la generosidad crezca en su alma y dé fruto. Hacemos un inmenso bien a las almas cuando les ayudamos para que se acerquen al sacramento del Perdón. Es de experiencia común que muchos problemas y dudas se terminan con una buena Confesión; el alma ve con mayor claridad cuanto más limpia está y cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad.

III. Pesaba en el ánimo de los discípulos el fracaso de no haber logrado curar ellos al joven lunático, pues cuando entraron en casa, a solas, le preguntaron: ¿Por qué no hemos podido expulsarlo? Y el Señor les dio una respuesta de gran utilidad también para nosotros y para el apostolado. Les dijo: Esta raza (de demonios) no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración.

Solo con la oración venceremos determinados obstáculos, conseguiremos superar tentaciones y ayudar a muchos amigos a llegar hasta Cristo. Comentando este pasaje del Evangelio, explica San Beda que al enseñar a los Apóstoles cómo debe ser expulsado este demonio tan maligno, nos indica a todos cómo hemos de vivir, y cómo la oración es el medio para superar incluso las mayores tentaciones. La oración no solo son las palabras con que invocamos la misericordia divina, sino también lo que ofrecemos en obsequio de nuestro Señor, movidos por la fe9. Todo nuestro trabajo y nuestras obras deben ser plegaria llena de frutos.

Acompañemos la oración con las buenas obras, con un trabajo bien realizado, con el empeño por hacer mejor aquello en que queremos la mejora del amigo. Esa actitud ante Dios abre también camino a un aumento de fe en el alma. «Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hech 16, 14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a su propia vida»10, y a todo lo que a ella atañe.

Pidamos con frecuencia al Señor que nos aumente la fe: ante el apostolado cuando los frutos tardan en llegar, ante los defectos propios o de quienes nos rodean que no se superan, cuando nos vemos con escasas fuerzas para lo que Dios quiere de nosotros: ¡Señor, auméntanos la fe! Así pedían los Apóstoles cuando, a pesar de oír y ver al mismo Cristo, sentían flaquear su confianza. Jesús siempre ayuda. A lo largo del día de hoy, y todos los días, nos sentiremos necesitados de decir: ¡Señor! ¡No me dejes solo con mis fuerzas, que nada puedo! La petición de aquel buen padre nos anima hoy a dirigirnos a Jesús en demanda de mayor fe: «Se lo decimos con las mismas palabras nosotros ahora, al acabar este rato de meditación. ¡Señor, yo creo! Me he educado en tu fe, he decidido seguirte de cerca. Repetidamente, a lo largo de mi vida, he implorado tu misericordia. Y, repetidamente también, he visto como imposible que tú pudieras hacer tantas maravillas en el corazón de tus hijos. ¡Señor, creo! ¡Pero ayúdame, para creer más y mejor!

»Y dirigimos también esta plegaria a Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra, Maestra de fe: ¡bienaventurada tú, que has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te han anunciado de parte del Señor (Lc 1, 45)»11.

1 Mc 9, 13-28. — 2 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 204. — 3 Cfr. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, 35. — 4 Jn 7, 16-17. — 5 Cfr. Jn 5, 41-44. — 6 Cfr. Jn 8, 42-44. — 7 Pío XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. — 8 San Teófilo de Antioquía, Libro I, 2, 7. — 9 Cfr. San Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, in loc. — 10 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, pp. 92-93. — 11 San Josemaría Escrivá, loc. cit.



Extraído de www.hablarcondios.org / www.franciscofcarvajal.org.
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