CERREMOS FILAS COMO UN EJÉRCITO EN ORDEN DE BATALLA, UNA BATALLA DE PAZ Y ALEGRÍA.








OREMUS PRO BEATISIMO PAPA FRANCISCUS.

OREMUS PRO BEATISIMO PAPA FRANCISCUS DOMINUS CONSERVET EUM, ET VIVÍFICET EUM, ET BEATUM FACIAT EUM IN TERRA, ET NON TRADAT EUM IN ANIMAM INIMICORUM EIUS. (Enchiridion Indulgentiarum) "Diariamente ha de ocupar un lugar de primer orden en nuestras oraciones la persona del Romano Pontífice, su tarea en servicio de la Iglesia universal, la ayuda que le pestan sus colaboradores más inmediatos... porque es abrumador el peso que, con solicitud paterna, ha de llevar sobre sí el Vicario de Cristo: si onsideramos en la presencia de Dios, si advetimos -no es dificil, al conocer comentarios de la prensa laicista, de otros medios de comunicación, etc.- la resistencia conque le combaten los enemigos de la fe; si conocemos la presión de los que abominan del afán apostólico de los cristianos y se oponen a la tarea evangelizadora que impulsa constantemente el Papa, pediremos fervientemente al Señor que conserve al Romano Pontífice, que lo vivifique con su aliento divino, que lo haga santo y lo llene de sus dones, que lo proteja de modo especialísimo" (Francisco Fernández Carbajal: Hablar con Dios, Tomo III, Ediciones Palabra, Madrid 1988, p. 380)
PAPA EMÉRITO BENEDICTUS XVI Joseph Ratzinger 19.IV.2005 - 28.II.2013

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Recoleta, Capital Federal, Argentina
Historiador. Profesor Titular de Historia de la Cultura y del Derecho en el Seminario de Historia del Derecho del Doctorado en Ciencias Jurídicas y en la Carrera de Abogacía en la Pontificia Universidad Católica Argentina y Profesor Titular de Historia Constitucional Argentina en la UCALP:

lunes, 27 de abril de 2009

NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT*





— Los santuarios de la Virgen, «signos de Dios».

— Nuestra Señora, esperanza nuestra en cualquier necesidad.

— Esperanza y filiación divina.

I. Y vendrán muchedumbres de pueblos diciendo: Venid, subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, Él nos enseñará sus caminos e iremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra de Yahvé1.

Incontables peregrinos se dirigen diariamente a los innumerables santuarios dedicados a Nuestra Señora, para encontrar los caminos de Dios o reafirmarse en ellos, para hallar la paz de sus almas y consuelo en sus aflicciones. En estos lugares de oración, la Virgen hace más fácil y asequible el encuentro con su Hijo. Todo santuario se convierte en «una antena permanente de la buena Nueva de la Salvación»2.

Hoy celebramos la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat, a la que durante siglos tantos cristianos han acudido a buscar el auxilio de María para seguir adelante en un camino no siempre fácil. ¡Cuántos han encontrado allí la paz del alma, la llamada de Dios a una mayor entrega, la curación, el consuelo en medio de una tribulación...! La liturgia de la fiesta está centrada en el misterio de la Visitación, «que constituye la primera iniciativa de la Virgen. Montserrat encierra, por consiguiente, lecciones valiosísimas para nuestro caminar de peregrinos»3, pues eso somos. No podemos olvidar que nos dirigimos a una meta bien concreta: el Cielo. El fin de un viaje determina en buena parte el modo de viajar, los enseres que se llevan, las vituallas del camino... La Virgen nos dice a cada uno que no llevemos demasiados pertrechos, ni atuendos excesivamente pesados, que entorpecen la marcha, y que debemos caminar deprisa hacia la casa del Padre. Nos recuerda que no existen metas definitivas aquí en la tierra y que todo ha de estar orientado al término de ese recorrido, del que quizá ya hemos hecho una buena parte.

Además, «en la marcha, hay que imitar el estilo de la Madre en la visita que hiciera a su prima: En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá (Lc 1, 39)»4. Ella marcha con presteza, con paso rápido y alegre. Así hemos de ir nosotros por la senda que nos lleva a Dios. Además, hemos de llevar en el corazón la alegría y el espíritu de servicio que llevaba Nuestra Señora en el suyo.

II. La virtud del peregrino es la esperanza; sin ella dejaría de caminar. o lo haría cansinamente. La Virgen es nuestra esperanza, pues nos alienta continuamente a seguir adelante, nos ayuda a superar los momentos de desaliento, nos saca adelante maternalmente en las circunstancias más difíciles. Siempre que acudimos a Ella –aunque sea con la brevedad de una jaculatoria, o con una mirada a una imagen suya salimos reconfortados. «Incluso sin que nos demos cuenta, como hiciera con los esposos de Caná de Galilea, interviene siempre con solicitud y delicadeza de madre. Lo hizo de forma ejemplar en el misterio de la Visitación, subrayado con trazo litúrgico indeleble en Montserrat. Se explica, por tanto –continuaba Juan Pablo II que resuene a diario en esta montaña el acento melodioso del saludo a la Señora, a la Reina, a la Madre, a la depositaria de la esperanza que alienta a los peregrinos: Deu vos salve, vida, dolcesa i esperança nostra»5, Dios te salve, vida, dulzura y esperanza nuestra... Así podemos saludarla en muchas ocasiones.

Nuestra Señora fue motivo de alegría, de paz y de esperanza para todos mientras estuvo presente aquí en la tierra. El sábado santo, cuando con la Muerte de Jesús se hizo la oscuridad más completa sobre el mundo, solo quedó encendida la esperanza de María. Por ello, los Apóstoles se congregaron bajo su amparo. Ahora, desde el Cielo, «con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada»6. San Bernardo explica bellamente que la Virgen es el acueducto que, recibiendo la gracia de la fuente que brota del corazón del Padre, nos la distribuye a nosotros. Este hilo de agua celestial desciende sobre los hombres, «no todo de una vez, sino que hace caer la gracia gota a gota sobre nuestros corazones resecos»7, según nuestra necesidad y los deseos de recibir.

La Virgen nos reconforta siempre y está presente cuando necesitamos protección, pues esta vida es como una larga singladura en la que hemos de padecer vientos y tormentas. Ella es puerto seguro, donde ninguna nave naufraga8. No dejemos que entre la rutina en esas devociones con las que cada día nos acogemos a su protección: el Ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías para pedir por la santa pureza de todos, la devoción del escapulario... Cuando hacemos alguna romería, o vamos a buscar su intercesión en algún santuario o ermita a Ella dedicada, nos acoge con especial misericordia y amor.

III. Porque la peregrinación de la vida prosigue y no tenemos aquí morada permanente9, es una medida de elemental prudencia solicitar de nuestra Madre del Cielo «provisión de energías en vista de ulteriores etapas»10, las que aún nos falta por recorrer. Uno de los mayores enemigos del caminante, lo que resta más fuerzas, es el desaliento, la falta de esperanza en llegar a la meta. No cae en el desánimo quien padece dificultades y dolor, sino quien deja de aspirar a la santidad y quien después de un error, de una caída, no se levanta deprisa y sigue caminando.

El que ha puesto su esperanza en Cristo vive de ella, y lleva ya en sí mismo algo del gozo celestial que le espera, pues la esperanza es fuente de alegría y permite soportar con paciencia las dificultades11; ora confiadamente y con constancia en todas las situaciones de la vida; soporta pacientemente la tentación, las tribulaciones y el dolor; trabaja esforzadamente por el Reino de Dios, en un apostolado eficaz, principalmente con aquellos con quienes más se relaciona... La esperanza lleva al abandono en Dios, a la filiación divina, pues sabe el cristiano que Él conoce y cuenta con las situaciones por las que hemos de pasar: edad, enfermedad, problemas familiares o profesionales... Sabe también que en cada situación tendremos las ayudas necesarias para salir adelante. Y es la Virgen la que adelanta esas ayudas y gracias, la que las multiplica... Ella nos da la mano después de una caída, de un momento de vacilación, facilita la contrición por nuestras faltas y pone en nuestro corazón los sentimientos del hijo pródigo.

Cuenta Santa Teresa que al morir su madre, cuando tenía unos doce años, se dio cuenta de lo que realmente había perdido, y «afligida –escribe la Santa– fuime a una imagen de nuestra Señora y suplicaba fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a Ella y, en fin, me ha tornado a sí»12. Con esta sencillez y confianza hemos de acudir a Nuestra Señora en cada una de sus fiestas y de sus advocaciones. Hoy acudimos a Nuestra Señora de Montserrat, pidiéndole que nos enseñe el camino de la esperanza, que es el mismo de la filiación divina. Ella, «sentada en su trono, con el Hijo en sus rodillas, parece estar esperando poder abrazar con Él a todos sus hijos. Nuestra peregrinación espiritual se cifra, en definitiva, en alcanzar la filiación divina. Nuestra vocación es un hecho; por predilección incomprensible del Padre, nos hizo hijos en el Hijo: Bendito sea Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para la alabanza del esplendor de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado (Ef 1, 3-6)»13.

1 Is 2, 3. — 2 Juan Pablo II, A los rectores de los santuarios, 22-I-1981. — 3 ídem, Discurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, 17-XI-1982. — 4 Ibídem. — 5 Ibídem. — 6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 62. — 7 San Bernardo, Homilía en la Natividad de la Bienaventurada Virgen María, 3-5. — 8 Cfr. San Juan Damasceno, Homilía en la Dormición de la Bienaventurada Virgen María. — 9 Heb 13, 14. — 10 Juan Pablo II, Discurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, cit. — 11 Cfr. Col 1, 11-24. — 12 Santa Teresa, Vida, 1, 7. — 13 Juan Pablo II, Discurso en el Santuario de Nuestra Señora de Montserrat, cit.

* El culto de la Virgen de Montserrat, Patrona de Cataluña, es antiquísimo. pues se remonta más allá de la invasión de España por los árabes.

La imagen, ocultada entonces, fue descubierta en el siglo ix. Para darle culto, se edificó una capilla a la que el rey Wifredo el Velloso agregó más tarde un monasterio benedictino.

En los orígenes fue un santuario mariano de ámbito regional, pero los milagros atribuidos a la Virgen de Montserrat fueron cada vez más numerosos, y los peregrinos que iban hacia Santiago de Compostela los divulgaron y la fama del santuario catalán trascendió las fronteras. Así, por ejemplo, en Italia se han contado más de ciento cincuenta iglesias o capillas dedicadas a la Virgen de Montserrat, bajo cuya advocación se erigieron algunas de las primeras iglesias de México, Chile y Perú, y con el nombre de Montserrat han sido bautizados monasterios, pueblos, montes e islas en América.



† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

jueves, 9 de abril de 2009

Homilía de S.S. Benedicto XVI en la Misa Crismal





Homilía de S.S. Benedicto XVI en la Misa Crismal

El sacerdote, “consagrado en la verdad”


CIUDAD DEL VATICANO, jueves 9 de abril de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada este Jueves Santo por Benedicto XVI durante la Misa Crismal, que concelebró en la mañana con los cardenales, obispos y sacerdotes presentes en Roma, durante la cual los sacerdotes renuevan sus promesas sacerdotales.





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Queridos hermanos y hermanas:

En el Cenáculo, la primera noche de su pasión, el Señor rezó por sus discípulos reunidos en torno a Él, pensando al mismo tiempo en la comunidad de los discípulos de todos los siglos, en "aquellos que creerán en mí mediante su palabra" (Jn 17, 20). En la oración por los discípulos de todos los tiempos Él nos vio también a nosotros y rezó por nosotros. Escuchemos qué pide para los Doce y para nosotros aquí reunidos: "Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos sean también santificados en la verdad" (17, 17ss). El Señor pide nuestra santificación, la santificación en la verdad. Y nos manda que continuemos su misma misión. Pero en esta oración hay una palabra que llama nuestra atención, nos parece poco comprensible. Jesús dice: "Por ellos me santifico a mí mismo". ¿Qué significa? ¿No es quizás Jesús por sí mismo el "Santo de Dios", como Pedro confesó en la hora decisiva en Cafarnaúm (cfr Juan 6, 69)? ¿Cómo puede entonces consagrar, es decir, santificarse a sí mismo?

Para comprender esto debemos ante todo aclarar qué quieren decir en la Biblia las palabras "santo" y "consagrar/santificar". "Santo" -con esta palabra se describe ante todo la naturaleza de Dios mismo, su forma de ser totalmente particular, divina, que sólo es propia de Él. Sólo Él es el verdadero y auténtico Santo en sentido original. Cualquier otra santidad deriva de Él, es participación en su modo de ser. Él es la luz purísima, la Verdad y el Bien sin mancha. Consagrar algo o a alguien significa por tanto dar esa cosa o persona en propiedad a Dios, quitarla del ámbito de lo que es nuestro e introducirla en su atmósfera, de modo que deje de pertenecer a nuestras cosas para ser totalmente de Dios. Consagración es por tanto un sacar del mundo y un entregar al Dios vivo. La cosa o persona ya no nos pertenece a nosotros, y ni siquiera a sí misma, sino que vive inmersa en Dios. A una privación de algo para entregarlo a Dios lo llamamos también sacrificio: esto ya no será de mi propiedad, sino propiedad de Él. En el Antiguo Testamento, la entrega de una persona a Dios, es decir, su "santificación", se identifica con la ordenación sacerdotal, y de esta forma, se define también en qué consiste el sacerdocio: es un cambio de propiedad, un ser quitado del mundo y entregado a Dios. Con esto son evidentes por tanto las dos direcciones que forman parte del proceso de la santificación/consagración. Es un salir de los contextos de la vida mundana - un "ser puestos aparte" por Dios. Pero precisamente por esto no es una segregación. Ser entregados a Dios significa más bien ser puestos en representación de otros. El sacerdote viene apartado de las conexiones mundanas y entregado a Dios, y precisamente así, a partir de Dios, está disponible para los demás, para todos. Cuando Jesús dice "yo me consagro", Él se hace al mismo tiempo sacerdote y víctima. Por tanto Bultmann tiene razón al traducir la afirmación "Yo me consagro" con "Yo me sacrifico". ¿Comprendemos ahora qué sucede, cuando Jesús dice: "yo me consagro por ellos"? Éste es el acto sacerdotal con que Jesús --el Hombre Jesús, que es una sola cosa con el Hijo de Dios-- se entrega al Padre por nosotros. Es la expresión del hecho que Él es al mismo tiempo sacerdote y víctima. Me consagro --me sacrifico--: esta palabra abismal, que nos permite echar una mirada en la intimidad del corazón de Jesucristo, debería siempre ser objeto de nuestra reflexión. En ella está contenido todo el misterio de nuestra redención. Y allí está contenido también el origen del sacerdocio en la Iglesia.

Sólo ahora podemos comprender hasta el fondo la oración que el Señor presentó al Padre por los discípulos, por nosotros. "Conságralos en la verdad": así se integran los apóstoles en el sacerdocio de Jesucristo, la institución de su sacerdocio nuevo para la comunidad de los fieles de todos los tiempos. "Conságralos en la verdad": ésta es la verdadera oración de consagración para los apóstoles. El Señor pide que Dios mismo los atraiga hacia sí, dentro de su santidad. Pide que Él los saque para Él mismo y los tome como su propiedad, para que, a partir de Él, ellos puedan llevar a cabo el servicio sacerdotal para el mundo. Esta oración de Jesús aparece dos veces de forma ligeramente modificada. Debemos en ambos casos escuchar con mucha atención, para empezar a entender al menos vagamente el evento sublime que aquí se está verificando. "Conságralos en la verdad". Jesús añade: "Tu palabra es verdad". Los discípulos son por tanto llevados a lo íntimo de Dios mediante el ser inmersos en la palabra de Dios. La palabra de Dios es, por así decirlo, el lavado que purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo quedan las cosas en nuestra vida? ¿Estamos verdaderamente invadidos por la palabra de Dios? ¿Es verdad que ésta es el alimento del que vivimos, más de lo que lo son el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos de verdad? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que ésta dé realmente una impronta a nuestra vida y forme nuestro pensamiento? ¿O no es más bien que nuestro pensamiento cada vez más se modela con todo lo que se dice y se hace? ¿No son a menudo las opiniones predominantes los criterios con los que nos medimos? ¿No nos quedamos más bien, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que, como de costumbre, se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos verdaderamente purificar en nuestra intimidad por la palabra de Dios? Friedrich Nietzsche se burló de la humildad y la obediencia como virtudes serviles, mediante las cuales los hombres habían sido reprimidos. Puso en su lugar el orgullo y la libertad absoluta del hombre. Ciertamente existen caricaturas de una humildad equivocada y de una sumisión equivocada, que no queremos imitar. Pero existe también la soberbia destructiva y la presunción, que disgregan cada comunidad y que acaban en la violencia. ¿Sabemos nosotros aprender de Cristo la recta humildad, que corresponde a la verdad de nuestro ser, y esa obediencia que se somete a la verdad, a la voluntad de Dios? "Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad": esta palabra de la inserción en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser en cada momento, de nuevo, discípulos de esa verdad que se descubre en la palabra de Dios.

Creo que en la interpretación de esta frase podemos dar aún un paso más. ¿No dijo acaso Cristo de sí mismo: "Yo soy la verdad" (cfr Juan 14, 6)? ¿Y no es acaso Él mismo la Palabra viviente de Dios, a la que se refieren todas las demás palabras individuales? Conságralos en la verdad - esto quiere decir, por tanto, en lo más profundo: hazlos una cosa conmigo, Cristo. Únelos a mí. Mételos dentro de mí. Y de hecho: existe en último análisis sólo un único sacerdote de la Nueva Alianza, el mismo Jesucristo. Y el sacerdocio de los discípulos, por tanto, puede ser sólo participación en el sacerdocio de Jesús. Nuestro ser sacerdotes no es otra cosa por tanto que una nueva forma de unificación con Cristo. Sustancialmente ésta nos ha sido dada para siempre en el Sacramento. Pero este nuevo sello del ser puede llegar a ser para nosotros un juicio de condena, si nuestra vida no se desarrolla entrando en la verdad del Sacramento. Las promesas que hoy renovamos dicen a propósito de esto que nuestra voluntad debe orientarse así: "Domino Iesu arctius coniungi et conformari, vobismetipsis abrenuntiantes". El unirse a Cristo supone la renuncia. Comporta que no queremos imponer nuestro camino o nuestra voluntad; que no deseamos ser esto o lo otro,sino que nos abandonamos a Él, allí y en el modo en que Él quiera servirse de nosotros. "Vivo, pero ya no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí", dijo san Pablo a propósito de esto (cf. Gálatas 2, 20). En el "sí" de la ordenación sacerdotal hemos hecho esta renuncia fundamental al querer ser autónomos, a la "autorrealización". Pero es necesario día a día cumplir este gran "sí" en los muchos pequeños "síes" y en las pequeñas renuncias. Este "sí" de los pequeños pasos, que unidos constituyen el gran "sí", podrá realizarse sin amargura y sin autocompasión sólo si Cristo es verdaderamente el centro de nuestra vida. Si entramos en una familiaridad con Él. Entonces, de hecho, experimentamos en medio de las renuncias que en un primer momento pueden causar dolor, la alegría creciente de la amistad con Él, todos los pequeños y a veces grandes signos de su amor, que nos da continuamente. "Quien se pierde a sí mismo, se encuentra". Si nos atrevemos a perdernos a nosotros mismos por el Señor, experimentamos qué verdadera es su palabra.

Estar inmersos en la Verdad, en Cristo, de este proceso forma parte la oración, en la que nos ejercitamos en la amistad con Él y aprendemos a conocerle: su forma de ser, de pensar, de actuar. Rezar es un caminar en comunión personal con Cristo, exponiendo ante Él nuestra vida cotidiana, nuestros logros y nuestros fracasos, nuestras fatigas y nuestras alegrías -es un simple presentarnos a nosotros mismos ante Él. Pero para que esto no se convierta en un autocontemplarse, es importante que aprendamos continuamente a rezar rezando con la Iglesia. Celebrar la Eucaristía quiere decir rezar. Celebramos la Eucaristía de modo correcto si con nuestro pensamiento y con nuestro ser entramos en las palabras que la Iglesia nos propone. En ellas está presente la oración de todas las generaciones, las cuales nos llevan consigo por el camino hacia el Señor. Y como sacerdotes somos en la celebración eucarística los que, con su oración, abren camino a la oración de los fieles de hoy. Si estamos interiormente unidos a las palabras de la oración, si nos dejamos guiar y transformar por ellas, entonces también los fieles encuentran acceso a esas palabras. Entonces todos llegamos a ser de esta forma "un solo cuerpo y una sola alma" con Cristo.

Estar inmersos en la verdad y así en la santidad de Dios significa para nosotros también aceptar el carácter exigente de la verdad; contraponerse a la mentira tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, que de modo tan diverso está presente en el mundo; aceptar la fatiga de la verdad, porque su alegría más profunda está presente en nosotros. Cuando hablamos de ser consagrados en la verdad, no debemos tampoco olvidar que en Jesucristo verdad y amor son una cosa sola. Estar inmersos en Él significa estar inmersos en su bondad, en el amor verdadero. El amor verdadero no está de rebajas, puede ser también muy exigente. Opone resistencia al mal, para llevar al hombre al verdadero bien. Si nos convertimos en una sola cosa con Cristo, aprendemos a reconocerlo en los que sufren, en los pobres, en los pequeños de este mundo; entonces llegamos a ser personas que sirven, que reconocen a Sus hermanos y hermanas y que en ellos le encontramos a Él mismo.

"Conságralos en la verdad" - esta es la primera parte de esa palabra de Jesús. Pero después Él añade: "Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos sean también santificados en la verdad" - es decir, verdaderamente (Juan 17, 19). Yo creo que esta segunda parte tiene un significado específico. Existen en las religiones del mundo múltiples métodos rituales de "santificación", de consagración de una persona humana. Pero todos estos ritos pueden quedar simplemente como algo formal. Cristo pide para los discípulos la verdadera santificación, que transforma su ser, a ellos mismos; para que no se quede en una forma ritual, sino en un verdadero pasar a ser propiedad del Dios santo. Podemos también decir: Cristo ha pedido para nosotros el Sacramento que nos toca en la profundidad de nuestro ser. Pero también rezó, para que esta transformación día a día se traduzca en nosotros en vida, para que nuestro cotidiano y nuestra vida concreta de cada día estén verdaderamente llenos de la luz de Dios.

En la vigilia de mi ordenación sacerdotal, hace 58 años, abrí la Sagrada Escritura, porque quería recibir aún una palabra del Señor, para ese día y para mi futuro camino de sacerdote. Mi mirada se detuvo en este pasaje: "Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad". Entonces supe: el Señor está hablando de mí y me está hablando a mí. Precisamente lo mismo me sucederá mañana a mí. En último término no somos consagrados por ritos, aunque los ritos son necesarios. El lavado, en el que el Señor nos sumerge, es Él mismo - la Verdad en persona. Ordenación sacerdotal significa: estar inmersos en Él, en la Verdad. Le pertenezco de una forma nueva a Él y así a los demás, "para que venga su Reino". Queridos amigos, en esta hora de a renovación de las promesas queremos orar al Señor que nos haga ser hombres de verdad, hombres de amor, hombres de Dios. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia él, para que lleguemos a ser verdaderamente sacerdotes de la Nueva Alianza. Amén.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]



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Jueves Santo. Pasión del Señor.



LA úLTIMA CENA DEL SEÑOR

— Jesús celebra la Última Cena con los Apóstoles.

— Institución de la Sagrada Eucaristía y del sacerdocio ministerial.

— El Mandamiento Nuevo del Señor.

I. Este Jueves Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los Apóstoles. Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los suyos. Pero esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última Pascua del Señor antes de su tránsito al Padre y por los acontecimientos que en ella tendrán lugar. Todos los momentos de esta Última Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su gran amor y ternura por los hombres.

La Pascua era la principal de las fiestas judías y fue instituida para conmemorar la liberación del pueblo judío de la servidumbre de Egipto. Este día será para vosotros memorable, y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé, de generación en generación. Será una fiesta a perpetuidad1. Todos los judíos están obligados a celebrar esta fiesta para mantener vivo el recuerdo de su nacimiento como Pueblo de Dios.

Jesús encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y Juan. Los dos Apóstoles hacen con todo cuidado los preparativos. Llevaron el cordero al Templo y lo inmolaron, luego vuelven para asarlo en la casa donde tendrá lugar la cena. Preparan también el agua para las abluciones2, las «hierbas amargas» (que representan la amargura de la esclavitud), los «panes ácimos» (en recuerdo de los que tuvieron que dejar de cocer sus antepasados en la precipitada salida de Egipto), el vino, etc. Pusieron un especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.

Estos preparativos nos recuerdan a nosotros la esmerada preparación que hemos de realizar en nosotros mismos cada vez que participamos en la Santa Misa. Se renueva el mismo Sacrificio de Cristo, que se entregó por nosotros, y nosotros somos también sus discípulos, que ocupamos el lugar de Pedro y Juan.

La Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús recita los salmos con voz firme y con un particular acento. San Juan nos ha transmitido que Jesús deseó ardientemente comer esta cena con sus discípulos3.

En aquellas horas sucedieron cosas singulares que los Evangelios nos han dejado consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que comenzaron a discutir quién sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad y de servicio al realizar Jesús el oficio reservado al ínfimo de los siervos: se puso a lavarles los pies; Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles. «El mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte»4.

Lo que Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San Juan: los amó hasta el fin5. Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de justicia...

II. Y ahora, mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa actitud trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda silencio unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.

El Señor anticipa de forma sacramental –«mi Cuerpo entregado, mi Sangre derramada»– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario. Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba representada en el cordero pascual sacrificado en el altar de los holocaustos, en el banquete de toda la familia en la cena pascual. Ahora, el Cordero inmolado es el mismo Cristo6: Esta es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...

El Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo que al día siguiente realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y ofrenda de Sí mismo –Cuerpo y Sangre– al Padre, como Cordero sacrificado que inaugura la nueva y definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a todos de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna.

Jesús se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte, ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo. Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los tiempos: Haced esto en memoria mía7. Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor venga8, instituye el sacerdocio ministerial.

Jesús se queda con nosotros para siempre en la Sagrada Eucaristía, con una presencia real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la presencia sensible de Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres. También nosotros, esta tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en el Monumento, nos encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos reconoce. Podemos hablarle como hacían los Apóstoles y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa, y darle gracias por estar con nosotros, y acompañarle recordando su entrega amorosa. Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.

III. La señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis lo unos a los otros9.

Jesús habla a los Apóstoles de su inminente partida. Él se marcha para prepararles un lugar en el Cielo10, pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración11.

Es entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado12. Desde entonces sabemos que «la caridad es la vía para seguir a Dios más de cerca»13 y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.

El modo de tratar a quienes nos rodean es el distintivo por el que nos conocerán como sus discípulos. Nuestro grado de unión con Él se manifestará en la comprensión con los demás, en el modo de tratarles y de servirles. «No dice el resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba evidente, sino esta: que os améis unos a otros»14. «Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida interior, especialmente de nuestra vida de oración»15.

Os doy un mandamiento nuevo: que os améis...16. Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres, acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.

En este día de Jueves Santo podemos preguntarnos, al terminar este rato de oración, si en los lugares donde discurre la mayor parte de nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable, comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan inadvertidas... «Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria»17.

Cuando está ya tan próxima la Pasión del Señor recordamos la entrega de María al cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás. «La inmensa caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)»18.

1 Ex 12, 14. — 2 Jn 13, 5. — 3 Jn 13, 1. — 4 Pablo VI, Homilía de la Misa del Jueves Santo, 27-III-1975. — 5 Jn 13, 1. — 6 1 Cor 5, 7. — 7 Lc 22, 19; 1 Cor 2, 24. — 8 1 Cor 11, 26. — 9 Lavatorio de los pies. Antífona 4ª Jn 13, 35. — 10 Jn 14, 2-3. — 11 Jn 14, 12-14. — 12 Jn 15, 12. — 13 Santo Tomás, Coment. a la Epístola a los Efesios, 5, 1. — 14 ídem, Opúsculo sobre la caridad. — 15 B. Baur, En la intimidad con Dios, Herder, Barcelona 1973, p. 246. — 16 Jn 13, 34. — 17 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 38. — 18 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 287.



Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

LAS BODAS DE ORO SACERDOTALES DEL CARDENAL ANTONIO ROUCO VARELA



Cardenal Antonio Rouco Varela ARZOBISPO DE MADRID

LAS BODAS DE ORO SAERDOTALES DEL CARDENAL ANTONIO ROUCO VARELA:
"Mi madre me pidió que fuera un buen sacerdote" recuerda el Arzobispo de Madrid el Cardenal Antonio Rouco Varela al cumpir sus bodas sacerdotales. Quienes haemos Pax in Bello saludamos, desde la ciudad de Buenos Aires, Repúblia Argentina al Señor Cardenal en este día y ofrecemos nuestra oración para que siga en la lucha contra el laicismo. Un laicismo que se extiende hasta nuestras playas como se extendió el Catolicismo en nuestra América Hispana.
Hacemos votos para que Nuestra Madre bajo la abvocación del Pilar le de fuerza como a Santiago para recristianizar a España, una España donde un grupo de gobernantes quiere arrancar sus raices.
Gracias por ser fiel, por defender la vida indisolubilidad del matrimonio frente a la campaña de deshumanización virulenta que trata de expandirse por todo el mundo.

Como homenaje transcribimos una entrevista realizada en estos días donde se puede conoer un poo más la vida de un hombre fundamental en la Iglesia española.

MADRID, sábado, 28 de marzo de 2009 (ZENIT.org).- El cardenal Antonio María Rouco celebra, este sábado, sus bodas de oro sacerdotales con "sentimiento de gratitud por la misericordia del Señor", que ha conducido su vida y su ministerio por caminos nunca sospechados. Al evocar ahora algunos recuerdos, habla de su madre, de sus años de Munich y también de su relación con los Papas... Confiesa que le costó aceptar su nombramiento episcopal, que necesariamente le apartaría de sus trabajos con la Escuela de Munich, que contribuyeron decisivamente a superar la crisis postconciliar del Derecho Canónico. Ser obispo -como le dijo Pablo VI- consiste en "portar la cruz".
Publicamos la entrevista que con motivo del aniversario ha concedido al semanario "Alfa y Omega".
--¿Qué sentimiento predomina en usted al cumplir 50 años de sacerdocio?
-Cardenal Rouco: Predomina, sobre todo, la gratitud por la misericordia del Señor para con uno: misericordia paciente, misericordia desbordante... Me faltan los adjetivos. En segundo lugar, está la sorpresa. Desde niño quise ser sacerdote, pero todos los acontecimientos de mi vida sacerdotal hasta hoy han sido no previstos ni buscados. Muchas de las obligaciones, de las tareas y de los oficios recibidos han sido sorpresas providenciales.
--Sorpresas para lo bueno, ¿y también para lo doloroso?
-Cardenal Rouco: Más bien para lo bueno. Para lo doloroso, hombre, en la vida siempre hay sorpresas dolorosas... La muerte de mi padre, cuando yo tenía 7 años, supuso un inciso grande y grave personal en la vida familiar...
--Su madre fue decisiva para usted...
-Cardenal Rouco: Sí, sí. Tanto desde el punto de vista activo, como desde el punto de vista pasivo. No llegó a asimilar la muerte de mi padre. Le produjo un enorme disgusto del que nunca se recuperó, e incluso le originó una enfermedad.
--Usted le daría una gran alegría al hacerse sacerdote.
-Cardenal Rouco: Pero no me vio de sacerdote. Me vio de seminarista. Y quien me llevó al seminario (menor), en taxi, a Villanueva de Lorenzana, fue el párroco, don Gabriel Pita de Veiga, porque mi madre no podía. Ella me animaba, pero también me advertía: "Si no vas a ser un buen sacerdote, es mejor que no lo seas". Eso me lo dijo muchos años. Siempre puso mucho cuidado en que yo fuese libre a la hora de permanecer en el seminario, y que tuviese muy claro que lo hacía para ser un buen sacerdote, o de lo contrario, era mejor que me volviese a casa. Cuando me vio habiendo recibido la tonsura, ya con la sotana puesta, se acabaron las advertencias.
--¿Si de estos 50 años tuviera que quedarse con un recuerdo, cuál sería?
-Cardenal Rouco: ¡Me quedaría con muchos recuerdos...! El día de la ordenación sacerdotal fue muy fuerte. Había terminado la licenciatura de Teología en el año 58. No me podía ordenar, porque aún no había cumplido los 22 años, y había pedido una beca para hacer el doctorado en la Universidad de Munich. Providencialmente, se perdió la documentación de la solicitud, y cuando llega el mes de septiembre, don José María Javierre, que era el Rector del Colegio Español de Munich y estaba al tanto de todo, me llamó por teléfono, y me riñó muchísimo... Don Jacinto Argaya, mi obispo, me ofreció varias posibilidades de estudio en Salamanca, y finalmente optamos por Derecho Canónico. Me empecé a preparar para la ordenación, y después don José María Javierre me contó que había en Munich un Instituto de Derecho Canónico muy bueno, y sugirió que volviese a pedir la beca para el año siguiente, pero, entre tanto, me pude ordenar.
--¿Qué recuerda de los Papas que ha conocido?
-Cardenal Rouco: Conservo un gran recuerdo de Juan Pablo II y de todo lo relacionado con la Jornada Mundial de la Juventud en Santiago, de 1989. Tengo también un recuerdo entrañable de mi primera audiencia con Pablo VI, en 1970, con los obispos de Galicia, en Visita ad limina. Todos eran muy mayores, y yo muy joven, y al terminar se me acercó el Santo Padre, me cogió las manos y dijo: "Oh, un obispo tan joven... ¡Para portar la cruz!". A mí me había costado mucho aceptar el nombramiento episcopal. Fue como una especie de renovación de la vocación sacerdotal, una especie de segunda llamada y de segunda aceptación. La noche anterior, no pegué ojo. La ordenación sacerdotal, sí. Yo estaba encantado... De Benedicto XVI, también tengo un intenso recuerdo del Cónclave... Un recuerdo muy intenso y muy hondo. El saludo al Papa fue de una gran emoción personal.
--Acaba de estar con él. ¿Qué le ha dicho el Papa?
-Cardenal Rouco: Me dijo: "¡Nos vamos a ver el domingo de Ramos!"
--¿Y sobre sus Bodas de Oro?
-Cardenal Rouco: Me ha escrito una carta. Y si Dios quiere, tendremos una audiencia con él en Semana Santa, con todos los jóvenes que van a Roma a recoger la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud.
--¿Por qué no quería ser usted obispo?
-Cardenal Rouco: ¿Por qué iba a querer yo ser obispo? Yo tenía 39 años, y estaba encantado con ser profesor en Salamanca, y con todos nuestros empeños, en la Escuela de Munich, de dar un giro nuevo teológico a la concepción del Derecho Canónico, incluso para superar la gran crisis postconciliar del Derecho Canónico. Éramos un grupo internacional entrañable e interesante que creo que hizo un servicio enorme a la Iglesia en esos años. Y eso me apasionaba.
--¿Cómo vivió usted los años del Concilio en Munich?
-Cardenal Rouco: En la vivencia de la historia personal de mi generación sacerdotal hay un acontecimiento absolutamente epocal y singular que es el Vaticano II, y después el post Concilio. En 1959, yo era un estudiante de Derecho Canónico; celebraba la Eucaristía en una parroquia, al lado del Colegio Español de Munich, y estaba completamente inmerso en la vida de la universidad, pero con escapadas pastorales, para celebrar donde me mandaba don José María Javierre. Durante un tiempo, por ejemplo, atendí un hospital de religiosas... La noche que llegué me despertaron para atender a un enfermo que se estaba muriendo. Le di la Santa Unción, y sanó el señor, ¡y allí cogí yo una cierta fama...! Después, ya regularmente, atendí una pequeña capilla en los Alpes bávaros.
--¿A qué se refiere cuando habla de crisis postconciliar?
-Cardenal Rouco: Es una forma de vivir el postconcilio en clave de ruptura, como ha dicho Benedicto XVI. Esa crisis se supera desde dentro de la Iglesia y a fondo con el pontificado de Juan Pablo II. Es verdad que ya con Pablo VI nos encontramos con doctrina, con elementos de gobierno pastoral de la Iglesia e iniciativas apostólicas que tienden a llevar a la Iglesia hacia una buena aceptación del Concilio, pero quien da el paso decisivo, en definitiva, es Juan Pablo II. Abre otra época en la historia de la Iglesia. Y lo hace de esta manera: volviendo a Cristo. Sus palabras, y no sólo su personalidad, marcan esa época de la historia de la Iglesia: "No tengáis miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo!" Esto se traduce después en evangelización, y en nueva evangelización. Él mismo se hace protagonista directo de la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia... Antes de 1978, en la Iglesia había una especie de movimiento interior que nos llamaba a vivir el Concilio a fondo y en clave positiva. Y a esto se añade el reto entonces del comunismo: un reto intelectual, un reto político, un reto de moral social, un reto de concepción de la vida y de la misión pastoral de la Iglesia... No en vano, hay dos Instrucciones sobre la teología de la liberación en los años 80, bajo la dirección del entonces cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En definitiva, se trataba de que la Iglesia se centrara en lo esencial de su misión, que es la evangelización. El cardenal Wojtyla no surge de la nada. Y el nombre que elige como Papa, Juan Pablo, es también muy significativo.
Alfa y Omega.

lunes, 6 de abril de 2009

LUNES SANTO.PASIÓN DE NUESTRO SEÑOR.




LAS NEGACIONES DE PEDRO

— San Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones.

— La mirada de Jesús y la contrición de Pedro.

— El verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.

I. Mientras se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con juramento conocer a Jesús.

Cuando Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que habláis1.

Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo. ¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?

Unos años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él2. Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco, la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron3. La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.

El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave –los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial deliberado.

Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída»4.

El Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.

II. El Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se volvió y miró a Pedro5. «Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que, mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.

»Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del Señor la expresión que descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos impregnados de tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo quiere ser suplicante y parece decirle: Simón, yo he rogado por ti.

»Su mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús fue empujado violentamente por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6. Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró amargamente7. El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.

Saberse mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría entonces la parábola del Buen Pastor, del hijo pródigo, de la oveja perdida!

Pedro salió fuera. Se separó de aquella situación, en la que imprudentemente se había metido, para evitar posibles recaídas. Comprendió que aquel no era su sitio. Se acordó de su Señor, y lloró amargamente. En la vida de Pedro vemos nuestra propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!!

»—Llora, hijo mío, de dolor de Amor»9.

La contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina. Mis miradas se posan sobre los humildes y sobre los de corazón contrito10.

Cristo no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que puede caer y ha caído. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.

Muy probablemente Pedro, después de las negaciones y de su arrepentimiento, iría a buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos ahora que recordamos con más viveza nuestras faltas y negaciones.

III. Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y paz y alegría»11.

Sobre Judas también recayó la mirada del Señor, que le incita a cambiar cuando, en el momento de su traición, se sintió llamado con el título de amigo. ¡Amigo! ¿A qué has venido aquí? No se arrepintió en ese momento, pero más tarde sí: viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho, restituyó las treinta monedas de plata12.

¡Qué diferencia entre Pedro y Judas! Los dos traicionaron (de distinta manera) la fidelidad a su Maestro. Los dos se arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus negaciones– la roca sobre la que se asentará la Iglesia de Cristo hasta el final de los tiempos. Judas fue y se ahorcó. El simple arrepentimiento humano no basta; produce angustia, amargura y desesperación.

Junto a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio.

Judas fue todo lo contrario, se queda solo: A nosotros ¿qué nos importa?, allá tú, le dicen los príncipes de los sacerdotes. Judas, en el aislamiento que produce el pecado, no supo ir a Cristo; le faltó la esperanza.

Debemos despertar con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados. Sobre todo al hacer el examen de conciencia al acabar el día, y al preparar la Confesión.

«A ti que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante»13.

1 Mc 14, 66-67. — 2 Cfr. Lc 5, 8-9. — 3 Lc 5, 10-11. — 4 G. Chevrot, Simón Pedro, p. 261. — 5 Lc 22, 61. — 6 G. Chevrot, loc. cit., pp. 265-266. — 7 Lc 22, 61-62. — 8 San Agustín, Sermón 295. — 9 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 436. — 10 Is 66, 2. — 11 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 4. — 12 Cfr. Mt 27, 3-10. — 13 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X, 3.



† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.





































DOMINGO DE RAMOS


ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN

— Entrada solemne, y a la vez sencilla, en Jerusalén. Jesús da cumplimiento a las antiguas profecías.

— El Señor llora sobre la ciudad. Correspondencia a la gracia.

— Alegría y dolor en este día: coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz.

I. «Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres»1.

Jesús sale muy de mañana de Betania. Allí, desde la tarde anterior, se habían congregado muchos fervientes discípulos suyos; unos eran paisanos de Galilea, llegados en peregrinación para celebrar la Pascua; otros eran habitantes de Jerusalén, convencidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro. Acompañado de esta numerosa comitiva, junto a otros que se le van sumando en el camino, Jesús toma una vez más el viejo camino de Jericó a Jerusalén, hacia la pequeña cumbre del monte de los Olivos.

Las circunstancias se presentaban propicias para un gran recibimiento, pues era costumbre que las gentes saliesen al encuentro de los más importantes grupos de peregrinos para entrar en la ciudad entre cantos y manifestaciones de alegría. El Señor no manifestó ninguna oposición a los preparativos de esta entrada jubilosa. Él mismo elige la cabalgadura: un sencillo asno que manda traer de Betfagé, aldea muy cercana a Jerusalén. El asno había sido en Palestina la cabalgadura de personajes notables ya desde el tiempo de Balaán2.

El cortejo se organizó enseguida. Algunos extendieron su manto sobre la grupa del animal y ayudaron a Jesús a subir encima; otros, adelantándose, tendían sus mantos en el suelo para que el borrico pasase sobre ellos como sobre un tapiz, y muchos otros corrían por el camino a medida que adelantaba el cortejo hacia la ciudad, esparciendo ramas verdes a lo largo del trayecto y agitando ramos de olivo y de palma arrancados de los árboles de las inmediaciones. Y, al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que había visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!3.

Jesús hace su entrada en Jerusalén como Mesías en un borrico, como había sido profetizado muchos siglos antes4. Y los cantos del pueblo son claramente mesiánicos. Esta gente llana –y sobre todo los fariseos– conocían bien estas profecías, y se manifiesta llena de júbilo. Jesús admite el homenaje, y a los fariseos que intentan apagar aquellas manifestaciones de fe y de alegría, el Señor les dice: Os digo que si estos callan gritarán las piedras5.

Con todo, el triunfo de Jesús es un triunfo sencillo, «se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como un jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra (Sal 72, 23-24), tú me llevas por el ronzal»6.

Jesús quiere también entrar hoy triunfante en la vida de los hombres sobre una cabalgadura humilde: quiere que demos testimonio de Él, en la sencillez de nuestro trabajo bien hecho, con nuestra alegría, con nuestra serenidad, con nuestra sincera preocupación por los demás. Quiere hacerse presente en nosotros a través de las circunstancias del vivir humano. También nosotros podemos decirle en el día de hoy: Ut iumentum factus sum apud te... «Como un borriquito estoy delante de Ti. Pero Tú estás siempre conmigo, me has tomado por el ronzal, me has hecho cumplir tu voluntad; et cum gloria suscepisti me, y después me darás un abrazo muy fuerte»7. Ut iumentum... como un borrico soy ante Ti, Señor..., como un borrico de carga, y siempre estaré contigo. Nos puede servir de jaculatoria para el día de hoy.

El Señor ha entrado triunfante en Jerusalén. Pocos días más tarde, en esa ciudad, será clavado en una cruz.

II. El cortejo triunfal de Jesús había rebasado la cima del monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental dirigiéndose al Templo, que desde allí se dominaba. Toda la ciudad aparecía ante la vista de Jesús. Al contemplar aquel panorama, Jesús lloró8.

Aquel llanto, entre tantos gritos alegres y en tan solemne entrada, debió de resultar completamente inesperado. Los discípulos estaban desconcertados viendo a Jesús. Tanta alegría se había roto de golpe, en un momento.

Jesús mira cómo Jerusalén se hunde en el pecado, en su ignorancia y en su ceguera: ¡Ay si conocieras por lo menos en este día que se te ha dado, lo que puede traerte la paz! Pero ahora todo está oculto a tus ojos9. Ve el Señor cómo sobre ella caerán otros días que ya no serán como este, día de alegría y de salvación, sino de desdicha y de ruina. Pocos años más tarde, la ciudad sería arrasada. Jesús llora la impenitencia de Jerusalén. ¡Qué elocuentes son estas lágrimas de Cristo! Lleno de misericordia, se compadece de esta ciudad que le rechaza.

Nada quedó por intentar: ni en milagros, ni en obras, ni en palabras; con tono de severidad unas veces, indulgente otras... Jesús lo ha intentado todo con todos: en la ciudad y en el campo, con gentes sencillas y con sabios doctores, en Galilea y en Judea... También ahora, y en cada época, Jesús entrega la riqueza de su gracia a cada hombre, porque su voluntad es siempre salvadora.

En nuestra vida, tampoco ha quedado nada por intentar, ningún remedio por poner. ¡Tantas veces Jesús se ha hecho el encontradizo con nosotros! ¡Tantas gracias ordinarias y extraordinarias ha derramado sobre nuestra vida! «El mismo Hijo de Dios se unió, en cierto modo, con cada hombre por su encarnación. Con manos humanas trabajó, con mente humana pensó, con voluntad humana obró, con corazón de hombre amó. Nacido de María Virgen se hizo de verdad uno de nosotros, igual que nosotros en todo menos en el pecado. Cordero inocente, mereció para nosotros la vida derramando libremente su sangre, y en Él el mismo Dios nos reconcilió consigo y entre nosotros mismos y nos arrancó de la esclavitud del diablo y del pecado, y así cada uno de nosotros puede decir con el Apóstol: el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20)»10.

La historia de cada hombre es la historia de la continua solicitud de Dios sobre él. Cada hombre es objeto de la predilección del Señor. Jesús lo intentó todo con Jerusalén, y la ciudad no quiso abrir la puertas a la misericordia. Es el misterio profundo de la libertad humana, que tiene la triste posibilidad de rechazar la gracia divina. «Hombre libre, sujétate a voluntaria servidumbre para que Jesús no tenga que decir por ti aquello que cuentan que dijo por otros a la Madre Teresa: “Teresa, yo quise... Pero los hombres no han querido”»11.

¿Cómo estamos respondiendo nosotros a los innumerables requerimientos del Espíritu Santo para que seamos santos en medio de nuestras tareas, en nuestro ambiente? Cada día, ¿cuántas veces decimos sí a Dios y no al egoísmo, a la pereza, a todo lo que significa desamor, aunque sea pequeño?

III. Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo, proclamando con ramos de palmas: «Hosanna en el cielo»12.

Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón.

«¡Qué diferentes voces eran –comenta San Bernardo–: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos»13.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz.

«La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria (Antífona de la distribución de los ramos). El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con Él a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia»14.

María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado.

1 San Andrés de Creta, Sermón 9 sobre el Domingo de Ramos. — 2 Cfr. Num 22, 21 ss. — 3 Lc 19, 37-38. — 4 Zac 9, 9. — 5 Lc 19, 40. — 6 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 181. — 7 ídem, citado por A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 124. — 8 Lc 19, 41. — 9 Lc 19, 42. —10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 22. — 11 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 761. — 12 Himno a Cristo Rey. Liturgia del Domingo de Ramos. — 13 San Bernardo, Sermón en el Domingo de Ramos, 2, 4. — 14 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 82.



Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.



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jueves, 2 de abril de 2009






































Cuaresma. 5ª semana. Jueves.



CONTEMPLAR LA PASIóN

— La costumbre de meditar la Pasión de Nuestro Señor. Amor y devoción al Crucifijo.

— Cómo meditar la Pasión.

— Frutos de esta meditación.

I. ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te di a beber el agua salvadora que brotó de la peña; tú me diste a beber hiel y vinagre. ¡Pueblo mío! ¿Qué te he hecho...?1.

La liturgia de estos días nos acerca ya al misterio fundamental de nuestra fe: la Resurrección del Señor. Si todo el año litúrgico se centra en la Pascua, este tiempo «aún exige de nosotros una mayor devoción, dada su proximidad a los sublimes misterios de la misericordia divina»2. «No recorramos, sin embargo, demasiado deprisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (Cfr. Rom 8, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario»3. Por eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte en la Cruz. Mientras le hacemos compañía, no olvidemos que nosotros fuimos protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó con nuestros pecados4, con cada uno de ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de la muerte eterna a gran precio5, el de la Sangre de Cristo.

La costumbre de meditar la Pasión tiene su origen en los mismos comienzos del Cristianismo. Muchos de los fieles de Jerusalén de la primera hora tendrían un recuerdo imborrable de los padecimientos de Jesús, pues ellos mismos estuvieron presentes en el Calvario. Jamás olvidarían el paso de Cristo por las calles de la ciudad la víspera de aquella Pascua. Los Evangelistas dedicaron una buena parte de sus escritos a narrar con detalle aquellos sucesos. «Leamos constantemente la Pasión del Señor –recomendaba San Juan Crisóstomo–. ¡Qué rica ganancia, cuánto provecho sacaremos! Porque al contemplarle sarcásticamente adorado, con gestos y con acciones, y hecho blanco de burlas, y después de esta farsa abofeteado y sometido a los últimos tormentos, aun cuando fueres más duro que una piedra, te volverás más blando que la cera, y arrojarás toda soberbia de tu alma»6. ¡A cuántos ha convertido la meditación atenta de la Pasión!

Santo Tomás de Aquino decía: «la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida»7. Y visitando un día a San Buenaventura, le preguntó Santo Tomás de qué libros había sacado tan buena doctrina como exponía en sus obras. Se dice que San Buenaventura le presentó un Crucifijo, ennegrecido ya por los muchos besos que le había dado, y le dijo: «Este es el libro que me dicta todo lo que escribo; lo poco que sé aquí lo he aprendido»8. En él los santos aprendieron a padecer y a amar de verdad. En él debemos aprender nosotros. «Tu Crucifijo. —Por cristiano, debieras llevar siempre contigo tu Crucifijo. Y ponerlo sobre tu mesa de trabajo. Y besarlo antes de darte al descanso y al despertar: y cuando se rebele contra tu alma el pobre cuerpo, bésalo también»9.

La Pasión del Señor debe ser tema frecuente de nuestra oración, pero especialmente lo ha de ser en estos días ya próximos al misterio central de nuestra redención.

II. «En la meditación, la Pasión de Cristo sale del marco frío de la historia o de la piadosa consideración, para presentarse delante de los ojos, terrible, agobiadora, cruel, sangrante..., llena de Amor»10.

Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo: en nuestra meditación personal, al leer el Santo Evangelio, en los misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Vía Crucis... En ocasiones nos imaginamos a nosotros mismos presentes entre los espectadores que fueron testigos de esos momentos. Ocupamos un lugar entre los Apóstoles durante la Última Cena, cuando nuestro Señor les lavó los pies y les hablaba con aquella ternura infinita, en el momento supremo de la institución de la Sagrada Eucaristía...; uno más entre los tres que se durmieron en Getsemaní, cuando el Señor más esperaba que le acompañásemos en su infinita soledad...; uno entre los que presenciaron el prendimiento; uno entre los que oyeron decir a Pedro, con juramento, que no conocía a Jesús; uno que oyó a los falsos testigos en aquel simulacro de juicio, y vio al sumo sacerdote rasgarse las vestiduras ante las palabras de Jesús; uno entre la turba que pedía a gritos su muerte y que le contemplaba levantado en la Cruz en el Calvario. Nos colocamos entre los espectadores y vemos el rostro deformado pero noble de Jesús, su infinita paciencia...

También podemos intentar, con la ayuda de la gracia, contemplar la Pasión como la vivió el mismo Cristo11. Parece imposible, y siempre será una visión muy empobrecida con relación a la realidad, a lo que de hecho sucedió, pero para nosotros puede llegar a ser una oración de extraordinaria riqueza. Dice San León Magno que «el que quiera de verdad venerar la pasión del Señor debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con los ojos del alma que reconozca su propia carne en la carne de Jesús»12.

¿Qué experimentaría la santidad infinita de Jesús en Getsemaní, cargando con todos los pecados del mundo, la infamias, las deslealtades, los sacrilegios...? ¿Qué soledad ante aquellos tres discípulos que había llevado para que le acompañaran y por tres veces encontró dormidos? También ve, en todos los siglos, a aquellos amigos suyos que se quedarán dormidos en sus puestos, mientras los enemigos están en vigilia.

III. Para conocer y seguir a Cristo debemos conmovernos ante su dolor y desamparo, sentirnos protagonistas, no solo espectadores, de los azotes, las espinas, los insultos, los abandonos, pues fueron nuestros pecados los que le llevaron al Calvario. Pero «conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas. Es necesario que nos metamos de verdad en las escenas que revivimos (...): el dolor de Jesús, las lágrimas de su Madre, la huida de los discípulos, la valentía de las santas mujeres, la audacia de José y de Nicodemo, que piden a Pilato el cuerpo del Señor»13.

«Quisiera sentir lo que sientes, pero no es posible. Tu sensibilidad –eres perfecto hombre– es mucho más aguda que la mía. A tu lado compruebo, una vez más, que no sé sufrir. Por eso me asusta tu capacidad de darlo todo sin reservas.

»Jesús, necesito decirte que soy cobarde, muy cobarde. Pero al contemplarte clavado ya al madero, “sufriendo cuanto se puede sufrir, con los brazos extendidos en ese gesto de sacerdote eterno” (Santo Rosario, San Josemaría Escrivá), voy a pedirte una locura: quiero imitarte, Señor. Quiero entregarme de una vez, de verdad, y estar dispuesto a llegar hasta donde tú me lleves. Sé que es una petición muy por encima de mis fuerzas. Pero sé, Jesús, que te quiero»14.

«Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas»15.

La meditación de la Pasión de Cristo nos consigue innumerables frutos. En primer lugar nos ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados16. Jesús crucificado debe ser el libro en el cual, a ejemplo de los santos, debemos leer de continuo para aprender a detestar el pecado y a inflamarnos en el amor de un Dios tan amante; porque en las llagas de Cristo leemos la malicia del pecado, que le condenó a sufrir muerte tan cruel e ignominiosa para satisfacer a la Justicia divina, y las pruebas del amor que Jesucristo ha tenido con nosotros, sufriendo tantos dolores precisamente para declararnos lo mucho que nos amaba17.

«—Y se siente que el pecado no se reduce a una pequeña “falta de ortografía”: es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón»18. Un pecado es mucho más que «un error humano».

Los padecimientos de Cristo nos animan a huir de todo lo que pueda significar aburguesamiento, desgana y pereza. Avivan nuestro amor y alejan la tibieza. Hacen a nuestra alma mortificada, guardando mejor los sentidos.

Si alguna vez el Señor permite enfermedades, dolores o contradicciones particularmente intensas y graves, nos será de gran ayuda y alivio el considerar los dolores de Cristo en su Pasión. Él experimentó todos los sufrimientos físicos y morales, pues «padeció de los gentiles y de los judíos, de los hombres y de las mujeres, como se ve en las sirvientas que acusaron a San Pedro. Padeció también de los príncipes y de sus ministros, y de la plebe... Padeció de los parientes y conocidos, pues sufrió por causa de Judas, que le traicionó, y de Pedro, que le negó. De otra parte, padeció cuanto el hombre puede padecer. Pues Cristo padeció de los amigos, que le abandonaron; padeció en la fama, por las blasfemias proferidas contra Él; padeció en el honor y en la honra, por las irrisiones y burlas que le infirieron; en los bienes, pues fue despojado hasta de los vestidos; en el alma, por la tristeza, el tedio y el temor; en el cuerpo, por las heridas y los azotes»19.

Hagamos el propósito de estar más cerca de la Virgen estos días que preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos enseñe a contemplarle en esos momentos en los que tanto sufrió por nosotros.

1 Improperios. Liturgia del Viernes Santo. — 2 San León Magno, Sermón 47. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 95. — 4 Cfr. 1 Pdr 2, 24. — 5 Cfr. 1 Cor 6, 20. — 6 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 87, 1. — 7 Santo Tomás, Sobre el Credo, 6. — 8 Citado por San Alfonso Mª de Ligorio, Meditaciones sobre la Pasión, 1, 4. — 9 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 302. — 10 ídem, Surco, n. 993. — 11 Cfr. R. A. Knox, Ejercicios para seglares, Rialp, Madrid 1956, pp. 137 ss. — 12 San León Magno, Sermón 15 sobre la Pasión. — 13 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 101. — 14 M. Montenegro, Vía Crucis, Palabra, 3ª ed., Madrid 1976, XI. — 15 San Josemaría Escrivá, loc. cit. — 16 Is 53, 5. — 17 San Alfonso Mª de Ligorio, o. c., 1, 4. — 18 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 993. — 19 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 46 a. 5.



Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

martes, 31 de marzo de 2009






































Martes, 31 de Marzo de 2009.


MIRAR A CRISTO. VIDA DE PIEDAD

— Los enemigos de la gracia. El remedio: mirar a Cristo.

— Tener presente al Señor en la entraña del mundo. «Industrias humanas».

— Vida de piedad. Jaculatorias.

I. Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí –dice el Señor–1.

La Primera lectura de la Misa nos trae un pasaje del Libro de los Números2 en el que se narra cómo el pueblo de Israel comenzó a murmurar contra el Señor y contra Moisés, porque, aunque habían sido liberados y sacados de Egipto, estaban cansados de caminar hacia la tierra prometida. El Señor, como castigo, envió serpientes venenosas que los mordían, y murieron muchos israelitas. Entonces, el pueblo acudió a Moisés reconociendo su pecado, y Moisés intercedió ante Dios para que les librara de las serpientes. El Señor le dijo: Haz una serpiente y colócala en un estandarte: los mordidos de serpiente quedarán sanos al mirarla. Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un palo; cuando una serpiente mordía a uno, miraba a la serpiente de bronce y quedaba curado.

Este pasaje del Antiguo Testamento, además de ser un relato histórico, es figura e imagen de lo que había de tener lugar más tarde con la llegada del Hijo de Dios. En la íntima conversación de Jesús con Nicodemo, hace el Señor una referencia directa a ese relato: Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él3. Cristo en la Cruz es la salvación del género humano, el remedio para nuestros males. Fue voluntariamente al Calvario para que el que crea tenga vida eterna, para atraer todo hacia Él.

Las serpientes y el veneno que atacan en todas las épocas al pueblo de Dios, peregrino hacia la Tierra Prometida, el Cielo, son muy parecidos: egoísmo, sensualidad, confusión y errores en la doctrina, pereza, envidias, murmuraciones, calumnias... La gracia recibida en el Bautismo, llamada a su pleno desarrollo, está amenazada por los mismos enemigos de siempre. En todas las épocas se dejan notar las heridas del pecado de origen y de los pecados personales.

Los cristianos debemos buscar el remedio y el antídoto –como los israelitas mordidos por las serpientes del desierto– en el único lugar donde se encuentra: en Jesucristo y en su doctrina salvadora. No podemos dejar de mirarlo elevado sobre la tierra en la Cruz, si deseamos de verdad llegar a la Tierra Prometida, que está al final de este corto camino que es la vida. Y como no queremos llegar solos, procuraremos que otros muchos miren a Jesús, en quien está la salvación. Mirar a Jesús: poniendo ante nuestros ojos su Humanidad Santísima, contemplándole en los Misterios del Santo Rosario, en el Vía Crucis, en las escenas que nos narra el Evangelio, o en el Sagrario. Solo con una gran piedad seremos fuertes ante el acoso de un mundo que parece querer separarse más y más de Dios, arrastrando consigo a quien no se encuentre en tierra firme y segura.

No podemos apartar la vista del Señor, porque vemos los estragos que cada día hace el enemigo a nuestro alrededor. Y nadie está inmune por sí mismo. Vultum tuum, Domine, requiram: Buscaré tu rostro, Señor, deseo verte4. Debemos buscar la fortaleza en el trato de amistad con Jesús, a través de la oración, de la presencia de Dios a lo largo de nuestra jornada y en la visita al Santísimo Sacramento. Además el Señor, Jesús, no es solo el remedio ante nuestra debilidad, sino que es también nuestro Amor.

II. El Señor quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús espera de nosotros que, además de mirarle y tratarle en los ratos dedicados expresamente a la oración, no nos olvidemos de Él mientras trabajamos, de la misma manera que no nos olvidamos de las personas que queremos ni de las cosas importantes de nuestra vida. Jesucristo es lo más importante de nuestro día. Por eso, cada uno de nosotros debe ser «alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios»5.

Con frecuencia, para tener a Jesús presente durante el día necesitaremos echar mano de esas «“industrias humanas”: jaculatorias, actos de amor y desagravio, comuniones espirituales, “miradas” a la imagen de Nuestra Señora»6, y algunos medios humanos que nos recuerden que ya ha pasado un tiempo (demasiado para el amor) en el que no hemos acudido a Nuestro Señor, a la Virgen, al Ángel Custodio...: siempre son cosas sencillas, pero de una eficacia grande. A todos no ocurre que cuando queremos acordarnos de algo durante el día ponemos los medios para que aquello no se nos olvide. Si ponemos el mismo interés en acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de pequeños recordatorios, de pequeñas ideas que nos llevarán a tenerle presente.

El padre o la madre de familia lleva en el coche una fotografía de la familia para acordarse de ella mientras viaja. ¿Cómo no vamos a llevar una imagen de Nuestra Señora en la cartera o en el bolso, para que al mirarla le digamos: ¡Madre!, ¡Madre mía!? ¿Por qué no tener muy a mano un crucifijo que nos ayude a reparar, a besarlo discretamente, a mirarlo cuando el estudio o el trabajo se haga más costoso?

Esos recordatorios, los recursos para tener presencia de Dios, son innumerables, porque el amor es ingenioso; serán diversos para el médico que va a comenzar una operación, que para la madre de familia que a la misma hora, quizá, comienza a poner en orden la casa. Un día en el Cielo cada uno verá cómo el haber acudido al Ángel Custodio fue una gran ayuda en sus tareas. El conductor de un autobús tendrá sus «industrias humanas» (sabrá muy bien cuándo está más próximo a Jesús porque divisa ya los muros de aquella iglesia), y la costurera, prácticamente en el mismo sitio durante todo el día, tendrá las suyas. Todo hecho con espíritu deportivo y alegre, sin agobios, pero con amor: «Las jaculatorias no entorpecen la labor, como el latir del corazón no estorba el movimiento del cuerpo»7.

Poco a poco, si perseveramos, llegaremos a estar en la presencia de Dios como algo normal y natural. Aunque siempre tendremos que poner lucha y empeño.

III. Muchas veces el Señor se retira a orar, quizá durante horas: por la mañana, muy de madrugada, salió fuera, a un lugar solitario, y allí hacía oración8; pero otras veces se dirigía a su Padre Dios con la oración corta, amorosa, como una jaculatoria: Yo te glorifico Padre, Señor del cielo y de la tierra...9; Padre, gracias te doy porque me has oído...10.

En otros momentos, el Evangelista nos muestra cómo Jesús se conmueve ante las peticiones de los que se le acercan. Son oraciones que también nos pueden servir a nosotros como jaculatorias: el leproso que dice: Señor, si quieres, puedes limpiarme...11; y el ciego de Jericó: Jesús, hijo de David, ten piedad de mí...12; y el buen ladrón: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino...13. Jesús, conmovido por estas oraciones llenas de fe, no hace esperar.

En alguna ocasión, estas expresiones nos servirán para pedir perdón, como hizo el publicano que se marchó a su casa justificado: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pecador14; o repetiremos con San Pedro, después de las negaciones: Señor, tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo15, a pesar de mis fallos. Otras, nos ayudarán a pedir más fe: Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad16, fortalece mi fe; ¡Señor mío y Dios mío!17, le dice Tomás, cuando Jesús se le aparece resucitado: es un acto formidable de fe y de entrega, que quizá nos enseñaron a repetir en el momento de hacer la genuflexión ante el Sagrario. Existen muchas jaculatorias y oraciones breves que podemos decir desde el fondo de nuestra alma, y que responden a necesidades o situaciones concretas por las que estamos pasando.

En muchos momentos, ni siquiera hace falta pronunciarlas. A veces basta una mirada, o una sola palabra, o un pensamiento un tanto deshilvanado, pero lleno de amor o de desagravio..., una petición que no aflora, pero que el Señor capta enseguida. Para un alma muy unida a Dios, las jaculatorias, los actos de amor, brotan, naturales, casi espontáneos, como un respirar sobrenatural que alimenta su unión con Dios. Y esto en medio de las ocupaciones más absorbentes, porque de todos espera esta vida de oración y de unión con Él.

Santa Teresa recuerda la huella que dejó en su vida una jaculatoria: «Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡Para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase, en esta niñez, impreso el camino de la verdad»18.

Siempre hay ocasión para decir una jaculatoria. La lectura del santo Evangelio, la oración misma, será en muchas ocasiones una fuente de jaculatorias que servirán de cauce para mostrar nuestro amor por Jesús y su Madre Santísima.

Al terminar nuestra oración le decimos, como los discípulos de Emaús: Mane nobiscum, Domine, quoniam advesperascit19. Quédate con nosotros, Señor, porque cuando Tú no estás presente se nos hace de noche. Todo es oscuridad cuando Tú no estás. Y acudimos a la Virgen, a quien también sabemos dirigir esas jaculatorias y actos de amor: Dios te salve, María... bendita tú entre todas las mujeres.

1 Antífona de la comunión. Jn 12, 32. — 2 Primera lectura. Num 21, 4-9. — 3 Jn 3, 14-15. — 4 Sal 26. — 5 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 247. — 6 ídem, Cfr. Camino, n. 272. — 7 ídem, Surco, n. 516. — 8 Mc 1, 35. — 9 Mt 11, 25. — 10 Mt 11, 25. — 11 Mt 8, 2-3. — 12 Lc 18, 38-39. — 13 Lc 23, 42-43. — 14 Cfr. Lc 18, 13. — 15 Jn 21, 17. — 16 Mc 9, 23. — 17 Jn 20, 28. — 18 Santa Teresa, Vida, 1, 4. — 19 Lc 24, 29.



† Nota: Ediciones Palabra (poseedora de los derechos de autor) sólo nos ha autorizado a difundir la meditación diaria a usuarios concretos para su uso personal, y no desea su distribución por fotocopias u otras formas de distribución.

lunes, 30 de marzo de 2009






































Cuaresma. 5ª semana. Lunes




VETE Y NO PEQUES MÁS

— Es Cristo quien perdona en el sacramento de la Penitencia.

— Gratitud por la absolución: el apostolado de la Confesión.

— Necesidad de la satisfacción que impone el confesor. Ser generosos en la reparación.

I. Mujer, ¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más1. Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en medio, dice el Evangelio2. La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración. Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener de qué acusarle. Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose, escribía con el dedo en tierra.

La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas. Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.

Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor. Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?

Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del Señor. Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más. Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.

En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que solo podemos entreverlo a la luz de la fe. Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo... Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo...; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza3.

Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo de tus pecados...», vete y no peques más. Es el mismo Cristo quien perdona. «La fórmula sacramental “Yo te absuelvo...”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (...). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y solo Dios puede perdonar»4.

Las palabras que pronuncia el sacerdote no son solo una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: «en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador»5.

Pocas palabras han producido más alegría en el mundo que estas de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados...». San Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo6. ¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del Perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener tan a mano este sacramento? En nuestra oración de hoy podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.

II. Por la absolución, el hombre se une a Cristo Redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracias que mana sin cesar del costado abierto de Jesús.

En el momento de la absolución intensificaremos el dolor de nuestros pecados, diciendo quizá alguna de las oraciones previstas en el ritual, como las palabras de San Pedro: «Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo»; renovaremos el propósito de la enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos conceden el perdón de Dios.

Es el momento de traer a la memoria la alegría que supone recuperar la gracia (si la hubiésemos perdido) o su aumento y nuestra mayor unión con el Señor. Dice San Ambrosio: «He aquí que (el Padre) viene a tu encuentro; se inclinará sobre tu hombro, te dará un beso, prenda de amor y de ternura; hará que te entreguen un vestido, calzado... Tú temes todavía una reprensión...; tienes miedo de una palabra airada, y prepara para ti un banquete»7. Nuestro Amén se convierte entonces en un deseo grande de recomenzar de nuevo, aunque solo nos hayamos confesado de faltas veniales.

Después de cada Confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido con nosotros y detenernos, aunque sea brevemente, para concretar cómo poner en práctica los consejos o indicaciones recibidas o cómo hacer más eficaz nuestro propósito de enmienda y de mejora. También una manifestación de esa gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa fuente de gracias, acercarlos a Cristo, como hizo la samaritana: transformada por la gracia, corrió a anunciarlo a sus paisanos para que también ellos se beneficiaran de la singular oportunidad que suponía el paso de Jesús por su ciudad8.

Difícilmente encontraremos una obra de caridad mejor que la de anunciar a aquellos que están cubiertos de barro y sin fuerzas, la fuente de salvación que hemos encontrado, y donde somos purificados y reconciliados con Dios.

¿Ponemos los medios para hacer un apostolado eficaz de la confesión sacramental? ¿Acercamos a nuestros amigos a ese Tribunal de la misericordia divina? ¿Fomentamos el deseo de purificarnos acudiendo con frecuencia al sacramento de la Penitencia? ¿Retrasamos ese encuentro con la Misericordia de Dios?

III. «La satisfacción es el acto final, que corona el signo sacramental de la Penitencia. En algunos países lo que el penitente perdonado y absuelto acepta cumplir, después de haber recibido la absolución, se llama precisamente penitencia»9.

Nuestros pecados, aun después de ser perdonados, merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en esta vida o, después de la muerte, en el Purgatorio, al que van las almas de los que mueren en gracia, pero sin haber satisfecho por sus pecados plenamente10.

Además, después de la reconciliación con Dios quedan todavía en el alma las reliquias del pecado: debilidad de la voluntad para adherirse al bien, cierta facilidad para equivocarse en el juicio, desorden en el apetito sensible... Son las heridas del pecado y las tendencias desordenadas que dejó en el hombre el pecado de origen, que se enconan con los pecados personales. «No basta sacar la saeta del cuerpo –dice San Juan Crisóstomo–, sino que también es preciso curar la llaga producida por la saeta; del mismo modo en el alma, después de haber recibido el perdón del pecado, hay que curar, por medio de la penitencia, la llaga que quedó»11.

Después de recibida la absolución –enseña Juan Pablo II–, «queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, a la debilitación de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado, que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia. Tal es el significado de la humilde, pero sincera, satisfacción»12.

Por todos estos motivos, debemos poner mucho amor en el cumplimiento de la penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir la absolución. Suele ser fácil de cumplir y, si amamos mucho al Señor, nos daremos cuenta de la gran desproporción entre nuestros pecados y la satisfacción. Es un motivo más para aumentar nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que la Iglesia nos invita a ello de una manera particular.

«“Cor Mariae perdolentis, miserere nobis!” —invoca al corazón de Santa María, con ánimo y decisión de unirte a su dolor, en reparación por tus pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.

»—Y pídele –para cada alma– que ese dolor suyo aumente en nosotros la aversión al pecado y que sepamos amar, como expiación, las contrariedades físicas o morales de cada jornada»13.

1 Jn 8, 10-11. — 2 Cfr. Jn 8, 1-11. — 3 Is 43, 16-21. — 4 Juan Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, n. 31, III. — 5 Ibídem. — 6 Cfr. San Agustín, Coment. sobre el Evang. de San Juan, 72.— 7 San Ambrosio, Coment. sobre el Evang. de San Lucas, 7. — 8 Cfr. Jn 4, 28. — 9 Juan Pablo II, loc. cit. — 10 Cfr. Conc. de Florencia, Decreto para los griegos, Dz 673. — 11 San Juan Crisóstomo, Hom. sobre San Mateo, 3, 5. — 12 Juan Pablo II, loc. cit.; Cfr. también Audiencia general, 7-III-1984. — 13 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 258.



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