ROBERTO VILLANUEVA (1929-2005)
El director del juego y las incertidumbres
por Alejandro A. Domínguez Benavides
(publicado en El Menú de Buenos Aires n° 107)
Desde hace veinte años, cuando Roberto Villanueva adaptó y dirigió Fuenteovejuna de Lope de Vega en el Teatro San Martín (1985) hasta La muerte de Danton de George Buchner en el Centro Cultural de la Cooperación nos mantuvo en una suerte de inquietud estética frente a la incertidumbre de sus inolvidables puestas en escena.
Villanueva no definía un texto dramático, ni resolvía el carácter de un personaje con palabras de una manera tajante y simplista. Cada puesta era un problema a resolver. Trabajar con él fue “una aventura angustiante y adorable” nos confesaba una joven actriz y seguramente enigmática agregamos nosotros. El director no hablaba mucho, les explicaba lo imprescindible. Creía que frente a la obra había dos tipos de aproximaciones: la lógica y la racional, y la afectiva e intuitiva. Estaba convencido que si hacía prevalecer a la primera corría el riesgo de ahogar a la segunda y resolvía la ecuación jugando como le gustaba llamar a esa explosión donde estallaban todas las otras resonancias del teatro, donde lo razonable se torna prescindible y el genio creador resurge en plenitud.
Sin necesidad de adoptar una actitud iconoclasta con los textos, por el contrario siempre respetuoso como en otros ordenes de la vida, fue el adaptador en sus puestas, porque creía que dirigir era componer, era producir una escritura distinta, apropiarse del texto y reescribirlo, aún, cuando no juzgaba prudente hacer cambios. Para escribir la versión escénica, polifónica de una obra, adaptaba el texto original lo leía y releía infinitamente para escuchar todas sus voces y matices.
Y siguiendo ese metodo de trabajo descubrió, por ejemplo, que aunque el tema de Fuenteovejuna no es el de un conflicto afectivo, eso no le impedia al director jugar con tales aristas, concibiendo al Comendador (tradicionalmente feo, viejo y petiso), en un Don Juan, joven, ambiguo en sus sentimientos y en sus inclinaciones sexuales con la exasperación que puede arrastrarlo, en sus desbordes, aún hacia lo místico. El texto de Lope no indica nada sobre la relación entre el Comendador y Laurencia eso no le impidió a Villanueva proponer que haya en la joven campesina una inclinación irresistible hacia alguien tan particular y que su formación y su extracción social le impusieran reprimir sus sentimientos. Con su planteo hace veinte años Villanueva agregó una gran riqueza de tensiones, de desear y no querer.
Así fue el director teatral que nos deslumbró, porque exprimía los textos, porque tenía esa rara costumbre de pensar el teatro y sus ocurrencias, a veces incomprendidas por la crítica burocrática y perezosa no le impidieron desde 1985 hasta su partida ser fiel a su pensamiento: “todo arte es experimental y está puesto en la práctica”.
Creía en un teatro real, el de la experiencia, el que se hace hoy y aquí. “No puedo hacer diferencias –nos decía en alguna entrevista- entre lo que es clásico y no lo es. Para mí toda pieza de Shakespeare, de Lope de Vega es actual, si no es actual, no es buena; si está hecho como en el Teatro de la Ranchería o El Globo, es otra cosa”. Y como creía en sus propias palabras: hizo el teatro que le resultaba interesante para ponerlo en escena, para transmitirlo a su manera “aunque suene caprichoso” como le gustaba. “Para mí hay clásicos mudos, no me dicen nada. A mí me gusta el teatro y trato de hacer el teatro que me gusta”.
Y asi lo hizo y frecuentó textos dramáticos de autores nacionales con europeos siguiendo los dictados de su gusto, su buen gusto: “La tempestad” de Shakespeare; La pirámide, de Copi ; Las personas no razonables están en vías de extinción, de Peter Hanke; La Cena, de Robero Perinelli ; Botánico, de Elio Gallipolli; Ligados, de Eugene O´Neill; “Borges y Peron” Minetti; Almuerzo en la casa de Ludwig W., y La reina de la noche del austríaco Thomas Bernhard, donde “dejó hablar al texto” e hizo prodigios traduciendo su musicalidad. Amanda y Eduardo de Armando Discepolo; Freno de mano y Postal de vuelo de Victor Winer; El juego del bebé, del estadounidense Edward Albee, protagonizada por Norma Aleandro y Jorge Marrale ; Las variaciones Goldberg, de George Tabori; Las sacrificadas de Horacio Quiroga
Pero no solamente el teatro apasionaba a Roberto Villanueva. La música , la filosofía, la antropología, las religiones y la literatura universal. Este último aspecto lo puso de manifiesto al montar El resucitado (versión de La mort d’ Oliver Becaud, de Emile Zola).
Roberto Villanueva y el Menú de Buenos Aires y dejamos para el final el recuerdo de una amistad que nos unió al querido maestro de la escena. Una amistad que no debe confundirse con esa lacra nacional: el amiguismo. Villanueva entendía la amistad a la antigua, con señorío, siempre tenía lugar en su agenda para ofrecernos la nota pedida; sin agentes ni mediadores. En 1997 junto con Silvana De Luca y Adriana Libonati nos citó a conversar antes del ensayo general de “Las personas no razonables están en vías de extinción” de Peter Hanke en el mismo escenario montado en la Sala Cunil Cabanellas. Otras veces compartimos un café en la calle Corrientes o en el bar de la Calle Córdoba casi contiguo al Teatro Nacional Cervantes para indagarlo sobre el próximo estreno. Sus respuestas tímidas entrecortadas por una risa nerviosa cuando se refería algún hecho vinculado a su persona o cuando deslizaba alguna ironía ingeniosa con la picardía de un niño ingenuo.
Pero esas conversaciones no se agotaban en la puesta a estrenar, sino que alternaban los recuerdos: su descubrimiento del teatro en la adolescencia cuando curso el bachillerato como alumno pupilo en el Colegio del Salvador; el estreno en la Argentina de Esperando a Godot de Becket donde el entonces actor fue dirigido por Jorge Petraglia; su paso por el Instituto Di Tella en los sesenta; luego el exilio en España. Circunstancias a las que le restaba importancia y en el caso del exilio lo despojaba de ese dramatismo que otros explotaban para sacar réditos.
La historia para Roberto Villanueva era el futuro, el próximo estreno, el sueño pertinaz de una puesta que lo acompañaba en su cabeza durante años y un día aparecía montada en un teatro.
El Menú de Buenos Aires, en su edición anterior (105) publicó la crítica de Armando Capalbo a La muerte de Danton , la última obra que dirigió Villanueva, y allí señalaba: “…cuando el terror es la cifra de una vida, sólo queda esperar el triunfo de la muerte como le ocurre a Danton”. En el caso de Roberto Villanueva así como en el de todos aquellos que consagran su vida al arte y a un arte tan efímero como lo es el teatral, la muerte es una eterna agonía entre el recuerdo y el olvido. “Porque si no mueren las almas –como escribió Jorge Luis Borges- está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.
Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros”.
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