— Ser justos con quienes nos
relacionamos, con quienes dependen de nosotros, con la sociedad.
— La promoción de la justicia.
— Fundamento y fin de la justicia.
La
palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales; Él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra1.
La
justicia es la virtud cardinal que permite una convivencia recta y limpia entre
los hombres. Sin esta virtud, la convivencia se torna imposible, la sociedad,
la familia, la empresa dejan de ser humanas y se convierten en lugares donde el
hombre atropella al hombre. La justicia regula la convivencia de la sociedad
humana en cuanto humana, es decir, basada en el respeto de los derechos
personales; «es principio fundamental de la existencia y de la coexistencia de
los hombres, como también de las comunidades humanas, de las sociedades y de
los pueblos»2.
Un
aspecto de esta virtud atañe a las relaciones con el vecino, con el compañero,
con el amigo, con el colega y, en general, con toda persona: regula estas
relaciones de los hombres entre sí, dando a cada uno lo que le es debido. Otra
faceta de la justicia se refiere a los deberes de la sociedad en relación a lo
que a cada individuo le corresponde. Por último, existe otro plano de la
justicia, que regula aquello que cada individuo concreto debe a la comunidad a
la que pertenece, al todo del que forma parte.
La
justicia en una sociedad viene de quienes la componen. Son las personas quienes
proyectan en la sociedad su justicia o su injusticia, sobre todo quienes en
ellas tienen más responsabilidad. Y esto es válido en la familia, en la
empresa, en la nación o en el conjunto de naciones que componen el mundo. Si de
verdad queremos que la justicia impere en una sociedad –ya se trate de una
aldea o de la nación–, hagamos justos a los hombres que la componen: que cada
uno de nosotros comience a ser justo en ese triple plano: con quienes nos
relacionamos cada día, con quienes dependen de nosotros, dando lo que debemos a
la sociedad de la que formamos parte. Esta es la primera obligación moral de la
justicia, ser justos en todos los aspectos de nuestra vida: convivir con
rectitud y limpieza, ser justos con la familia, con el vecino... con el Estado.
La lucha porque impere una mayor justicia en la sociedad es fruto de una serie
de decisiones personales, que van modelando el alma de la persona que ejercita
esta virtud. Con actos concretos de justicia, el hombre se moverá cada vez con
más facilidad por «una voluntad constante e inalterable de dar a cada uno lo
suyo»3, pues en esto consiste la esencia de esta virtud.Si hay una tarea noble
y bella que corresponde al común de los ciudadanos es precisamente la de
trabajar, con responsabilidad personal, por una sociedad más justa, recta y
limpia.
II
«Dios
nos llama a través de las incidencias de la vida de cada día, en el sufrimiento
y en la alegría de las personas con las que convivimos, en los afanes humanos
de nuestros compañeros, en las menudencias de la vida de familia. Dios nos
llama también a través de los grandes problemas, conflictos y tareas que
definen cada época histórica, atrayendo esfuerzos e ilusiones de gran parte de
la humanidad»4. La fe nos lleva a estar presentes, a intervenir muy
directamente en los afanes nobles, en las «menudencias de la vida de familia» y
«en los conflictos y tareas que definen cada época histórica»... para
santificarnos nosotros y santificar esas realidades, haciéndolas más humanas,
más justas, para llevarlas a Dios. «Se comprende muy bien la impaciencia, la
angustia, los deseos inquietos de quienes, con un alma naturalmente cristiana
(Cfr. Tertuliano, Apologeticum, 17), no se resignan ante la injusticia personal
y social que puede crear el corazón humano. Tantos siglos de convivencia entre
los hombres y, todavía, tanto odio, tanta destrucción, tanto fanatismo
acumulado en ojos que no quieren ver y en corazones que no quieren amar»5.
La
fe nos urge porque es grande la necesidad de justicia que existe en el mundo.
«Los bienes de la tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la
cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas
humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas,
como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia, que me
impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica
ese mandamiento nuevo del amor.»Todas las situaciones por las que atraviesa
nuestra vida nos traen un mensaje divino, nos piden una respuesta de amor, de
entrega a los demás»6.
El cristiano se esfuerza en remediar
lo injusto por amor a Jesucristo y a sus hermanos los hombres. El justo, en el
pleno sentido de la palabra, es aquel que va dejando a su paso amor y alegría y
no transige con la injusticia allí donde la encuentra, ordinariamente en el
ámbito en el que se desarrolla su vida: en la familia, en su empresa, en el
municipio donde tiene su hogar... Si hacemos examen, es posible que encontremos
injusticias que remediar: juicios precipitados contra personas o instituciones,
rendimiento en el trabajo, trato injusto a otras personas...
III
El origen, la gran fuerza que mueve al
hombre justo, es el amor a Cristo; cuanto más fieles al Señor seamos, más
justos seremos, más comprometidos estaremos con la verdadera justicia. Un
cristiano sabe que el prójimo, el «otro», es Cristo mismo, presente en los
demás, de modo particular en los más necesitados. «Solo desde la fe se
comprende qué es lo que de verdad nos jugamos con la justicia o la injusticia
de nuestros actos: acoger o rechazar a Jesucristo»7. Este es el gran motor de
nuestras acciones. Esto es lo que solo los cristianos, mediante la fe, podemos ver:
Cristo nos espera en nuestros hermanos. Porque tuve hambre y no me disteis de
comer, tuve sed... Omisiones: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de mis
hermanos más pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo8.
El Señor está en cada hombre que padece
necesidad. «Los pobres de la sociedad, personalmente considerados, así como las
zonas, los grupos étnicos o culturales, los enfermos, los sectores de la
población más pobres y marginados tienen que ser preocupación constante de la
Iglesia y de los cristianos. Es preciso aumentar los esfuerzos para estar con
ellos y compartir sus condiciones de vida, sentirnos llamados por Dios desde
las necesidades de nuestros hermanos, hacer que la sociedad entera cambie para
hacerse más justa y más acogedora en favor de los más pobres»9.
«Hay que reconocer a Cristo, que nos
sale al encuentro, en nuestros hermanos los hombres»10. Bastaría examinar
nuestro espíritu de atención, de respeto, de afán de justicia, enriquecido por
la caridad, para conocer con qué fidelidad seguimos a Cristo. Y al revés, si es
profundo y verdadero el trato y el amor a Cristo, ese trato y ese amor se
desbordan inconteniblemente hacia los demás.
«Las exigencias espirituales y
materiales del servicio cristiano a los demás, son grandes: en la voluntad, en
el sentimiento, en las obras. Ante ellas, con la ayuda de la gracia divina, el
cristiano ni se acobarda ni se atolondra con un nervioso frenesí de “gestos”
sorprendentes. Pero tampoco “se queda tranquilo”: caritas enim urget nos:
porque nos acucia la caridad de Cristo (2 Cor 5, 14)»11, que nos lleva más allá
de la mera justicia, pero –como es claro– supone haber satisfecho lo que es
justo.
«Para que este ejercicio de la caridad
sea verdaderamente irreprochable y aparezca como tal –enseña el Concilio
Vaticano II– , es necesario (...) cumplir antes que nada las exigencias de la
justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de
justicia»12.
La práctica de la justicia nos lleva a
un constante encuentro con Cristo. En último extremo, «hacerle justicia a un
hombre es reconocer la presencia de Dios en él»13.
Por eso también, en el cristiano no
puede haber verdadera justicia si no está informada por la caridad14, porque
quedaría a ras de tierra, empequeñecida. Cristo, en nuestras relaciones con el
prójimo, quiere más de nosotros. A Él hemos de pedirle «que nos conceda un
corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de
comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces
angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la
caridad»15.
1 Salmo responsorial. Sal 33, 4-5. — 2 Juan Pablo II,
Audiencia general, 8-XI-1978. — 3 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 58, a.
1. — 4 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 110. — 5Ibídem, 111. — 6
Ibídem. — 7 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, EUNSA, Pamplona 1974, p. 215. — 8
Cfr. Mt 25, 45. — 9 Conferencia Episcopal Española, Testigos del Dios vivo,
28-VI-1985, n. 59. — 10 San Josemaría Escrivá, o. c., 111. — 11 F. Ocáriz, Amor
a Dios, amor a los hombres, Palabra, 3ª ed., Madrid 1973, p. 109. — 12 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 8. — 13 P. Rodríguez, o. c., p. 217. —
14 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 4, a. 7. — 15 San Josemaría
Escrivá, o. c., 167.
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